Mujer y salud sexual, crisis desde la matriz

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La crisis humanitaria impacta de manera profunda y diferenciada en la vida de las mujeres. La salud menstrual, sexual, reproductiva se desvincula de la salud integral, física y psicológica y se silencian en las políticas públicas porque se asocian a lo “íntimo”. Pero la dimensión demuestra que son problemas transversales que se encuentran en vulneraciones de los derechos de las venezolanas, quienes en cada etapa de su vida se enfrentan a la carencia y la falta de atención, mientras cientos de niñas, adolescentes, adultas y mujeres de la tercera edad se quedan al margen para agudizar una deuda no atendida desde la salud pública que profundiza no solo las brechas de género
sino las de clase social
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De 10 a 14 años

La “vergüenza” de la menstruación

M ichelle Martínez fue la última de su salón de clase en desarrollarse. A un mes de cumplir los 12 años, una mañana salió al recreo con sus compañeras de 6to grado y sintió un flujo incontrolable que le rozó la entrepierna. “Pensé que me había hecho pipí pero era muy raro”. Salió corriendo al baño y vio la mancha roja en su ropa interior. “No tenía nada para ponerme, ni toallitas, ni nada y en el baño de la escuela no había papel tualé así que me quedé un rato esperando que mis amigas me consiguieran una toalla, un trapo, lo que fuera”. 

Después de 20 minutos improvisó una solución: un montón de servilletas que le sirvieron para contener por apenas unos minutos la sangre de la menarquía, su primera menstruación, lo que le produjo una incómoda sensación y una posterior reacción alérgica cuando el papel empapado de sangre comenzó a deshacerse como la inadecuada barrera que pretendía ser. 

Michelle recuerda el día de su primera regla como un momento confuso. Pero lo que no olvida es la sensación que la acompañó, lo que ella describe como “la vergüenza”. 

“Sabía que se iban a burlar de mí porque me quedé encerrada en el baño mucho rato y aunque el pantalón es azul oscuro, se nota si se mancha de sangre. Me moría de la pena”. 

No sabía nada del proceso que estaba viviendo. Su mamá solo le había dicho que las niñas cuando se desarrollan “se hacen mujercitas”. Lo mismo que le dijo a sus otras dos hijas, también adolescentes, pero mayores que Michelle. “En la casa no se habla de eso y en la escuela las maestras tampoco me preguntaron qué me pasaba. Quienes me dijeron qué tenía que hacer fueron mis amigas, las que se habían desarrollado antes que yo”, dice la muchacha, ahora de 14 años.

Con baches de información y muchos mitos, Michelle resume este episodio inicial del desarrollo femenino como “algo horrible y vergonzoso”. Y se refiere a mucho más que el sangrado menstrual. “Todo es incómodo, huele mal, me siento hinchada y nunca sé cuándo me viene, siempre me hace sentir malísimo”, cuenta la adolescente que vive en La Vega, junto a una abuela, sus padres, dos hermanas mayores y un hermano menor. 

En la encuesta del Programa Niñas Visibles, de la organización Proyecto Mujeres, 68% de las adolescentes afirmó que no ha recibido educación sexual o relacionada a la menstruación en su escuela.

Lo que enseñan las madres o adultas a las niñas y adolescentes sobre esta etapa se centra en lo que deben, pero mucho más, en lo que no deben hacer durante los días en los que están menstruando. Se basan en creencias que a su vez heredaron de sus madres o abuelas y les transmiten una carga de vergüenza o de silencio sobre el tema, que regularmente se resuelve con la inmovilización, el encierro y el tabú: “No puedes hacer postres, no puedes cargar bebés, no te debes lavar el cabello, no te bañes en la playa, no te pongas esa ropa, no deberías hacer ejercicio”. 

“Cuando vamos más allá de la superficie del problema, nos damos cuenta de que aunque la falta de acceso a productos de higiene menstrual es determinante en algunos casos, lo que más necesitan las jóvenes es la capacidad de entender lo que sucede en sus cuerpos durante el ciclo menstrual para hacer frente a los cambios de manera informada y digna, especialmente cuando se trata de un tema que arrastra tantos estigmas y mitos. Sin embargo, ni en la escuela ni en sus casas, las niñas y adolescentes están recibiendo la educación que necesitan. Eso las deja en una mayor vulnerabilidad frente a los embarazos no deseados, las infecciones de transmisión sexual, el abuso sexual y, por su puesto, los abortos inseguros”, explica Estefanía Reyes, comunicadora, especialista en temas de género y directora de la organización Proyecto Mujeres. 

El documento Guía marco para la implementación de intervenciones que aborden la menstruación (2020) desarrollado por esta organización destaca que los mitos asociados a la menstruación son transmitidos principalmente por madres y abuelas. Y el impacto es notorio: 68% de las adolescentes entrevistadas considera que son ciertos.

“Estas creencias no solo limitan a las niñas y adolescentes, innecesariamente, a llevar una vida normal durante la menstruación, sino que también alimentan la idea de que la menstruación es una condición incapacitante, y que, por lo tanto, las mujeres nunca podrán participar en la vida pública en las mismas condiciones que los hombres porque arrastran el “lastre” de sangrar todos los meses”, reseña el estudio realizado a partir de entrevistas a más de 300 adolescentes de instituciones educativas en el estado Zulia.

Y al factor cultural se suma el económico porque sin acceso a productos de higiene menstrual se limita su movilidad, lo que obliga a las niñas y adolescentes a pasar “la regla” dentro de casa.

“En la casa somos muchas mujeres y un paquete de toallas no dura nada. Se gasta mucha plata y antes mi mamá podía comprarnos un paquetico a cada una, pero ya no. Por eso fue que empezamos a usar trapos”, cuenta Michelle Martínez.

Se refiere a una práctica que desempolvó su abuela materna cuando cuatro de las cinco mujeres que conviven en esa casa tuvieron el período casi en simultáneo. “Agarró unas fundas viejas y las cortó en pedazos para hacernos unos trapitos que podíamos lavar. También lo hizo porque a mis hermanas les daba mucha alergia estar cambiando de toallas sanitarias y las más baratas son de mala calidad y se desbaratan. El trapito es casi como un pañal, pero funciona”, cuenta la adolescente.

Cuando dice que “funciona” hace unas comillas en el aire. Y aclara que este método sirve mientras estén en casa. “Durante los días que tenemos el período evitamos salir para no tener accidentes desagradables. Y como ahorita no estamos yendo al liceo, nos resulta bien porque sino pasáramos tres o cuatro días sin ir a clase, mientras se nos quita”, dice Michelle. Con o sin pandemia, el confinamiento se hizo costumbre, tanto para ella como para sus hermanas de 16 y 18 años: quedarse en casa mientras tienen el período.

Este confinamiento menstrual también lo ha vivido Arianyely Tovar, de 13 años. “Los días de la regla me quedo en mi casa porque no siempre nos alcanzan las toallitas y se las dejamos a mi mamá para que vaya a trabajar”. La cuarentena por la pandemia y la educación a distancia le quitó la presión de faltar a clase cuando tiene el período. 

La joven vive en Charallave con su mamá y una tía. “Somos tres mujeres, pero como mi tía no está trabajando, la única que tiene que salir obligatoriamente es mi mamá y por eso el paquete de toallas lo usa ella”. En casa de Tovar la compra de toallas sanitarias se hizo un privilegio, pues el presupuesto depende de un solo ingreso.

Lo mismo ocurre en casa de Michelle Martínez, donde el ingreso mensual para siete personas depende solo de tres: los padres que cobran en bolívares, y la pensión del Seguro Social de la abuela. En total alcanzan un promedio de 15 a 20 millones de bolívares. Pero en el sector donde viven en La Vega, un paquete de ocho toallas sanitarias (el más económico) cuesta entre 800.000 y 1.500.000 bolívares. 

Si compraran un paquete al mes para cada una de las cuatro mujeres de ese núcleo familiar, tendrían que gastar un tercio de todo el ingreso familiar mensual. “A veces mi mamá consigue una oferta de tres (paquetes) por un dólar y las compra. Pero si las toallas son de mala calidad, eso no dura nada”, dice Michelle.

En el caso de Arianyely, las compresas de tela se han convertido en la alternativa casera para las tres mujeres de su familia, especialmente para usarlas durante la noche. “Cada una tiene sus toallitas de tela y las lavamos bien para que no vayamos a agarrar una infección”.

En el año que ha pasado desde su menarquia,

Arianyely cuenta que nunca ha visto un tampón y mucho menos una copa menstrual. “Sé lo que son pero no he tenido uno, ni sé cómo se usan. Toallita es lo más común, aunque ya tampoco tenemos muchas”

La investigación desarrollada por la alianza de organizaciones Salud para todas que presentaron en marzo de 2021 el informe La salud de las mujeres en Venezuela, realizado con base a 203 entrevistas en cinco estados del país, detectaron que 23,5% de las mujeres, niñas y adolescentes “para poder obtener el producto de higiene menstrual deben compartirlo con otras mujeres, pedirlo prestado o intercambiarlo por otro bien, esperar algún donativo, o simplemente, elaborarlo en casa”. 

Del grupo de mujeres, niñas y adolescentes encuestadas en comunidades populares, un 53,7% reconoce haber presentado complicaciones de salud por el uso de alternativas caseras de higiene menstrual: es decir 6 de cada 10 niñas y adolescentes (entre 9 y 14 años de edad).

Arianyely, que en pocos meses cumplirá 14 años, cuenta que frecuentemente sufre “una alergia, es como un roce y me sale una erupción en la zona de la entrepierna" debido al uso de algunos tipos de tela que convirtieron en compresas para no manchar la cama durante la noche. Por eso describe su ciclo menstrual como: “algo doloroso, incómodo y con mucho sangrado”. No lleva la cuenta de cuántos días le dura cada período, ni cada cuánto tiempo le viene. , me dan unos dolores de vientre horribles ya veces me dura como una semana ”. 

Tampoco conoce las cuatro fases que la conforman: 1) menstruación; 2) fase folicular; 3) ovulación, y 4) fase lútea. Nunca se lo enseñaron en la escuela y está casi segura que su mamá tampoco lo sabe. Su conocimiento sobre “tener el período” se resume en los días de sangrado: “Me viene como por cinco días, a veces más y casi siempre es a fin de mes, no estoy muy segura”, y sin dar más datos se encoge de hombros con una sonrisa casi avergonzada.

¿Conoces las fases del ciclo menstrual?

Hasta ahora la adolescente no ha ido a su primera consulta ginecológica. “Mi mamá dice que la regla se va normalizando sola, no creo que tengamos que ir al médico por eso. Y si me duele el vientre me aguanto”.

Lo poco que saben Michelle Martínez y Arianyely Tovar sobre sus propios ciclos de menstruación se basa en conversaciones que tienen con sus otras amigas adolescentes y aunque ninguna de las dos se ha iniciado sexualmente, lo que saben es que con la llegada de la primera menstruación se conecta una etapa más compleja: el embarazo. 

“Cuando no llega la regla, ahí es cuando uno tiene que asustarse porque el retraso es síntoma de embarazo”, dice tajante Arianyely. 

-¿Y quién te habló sobre eso? -

-Mi mamá. Eso sí me dijo: “mucho cuidado porque después de que te viene la regla, ya puedes quedar preñada”.

De 15 a 21 años

Un futuro preñado

Adriana Cordero supo que estaba encinta cuando tenía 16 años. La noticia la sacudió como un terremoto. “Me quería morir. Era muy niña para estar embarazada ”, y aunque han pasado nueve años desde entonces, rememora ese momento como algo que la dejó en el aire, sin piso. 

“Me enteré porque mi menstruación estaba descontrolada y tuve un retraso, por eso me fui a hacer un eco”. Cuando llegó a ese primer examen ya tenía cuatro meses de gestación, cuenta la joven de 25 años de edad, que vive en una de las barriadas de la parroquia Antímano de Caracas y trabaja como camarera en la unidad de diálisis del Hospital Padre Machado. 

Ese bebé fue el primero de los tres hijos que ha tenido durante estos nueve años.

Adriana recuerda que las primeras pastillas anticonceptivas que compró las buscó por sugerencia de una amiga porque nunca fue a una consulta ginecológica

“Cuando fui ya estaba avanzado el embarazo”. Para ese entonces, Adriana había abandonado la educación formal en su tercer año de bachillerato. “Mi mamá me había sacado del liceo porque la llamaron desde la coordinación diciéndole que yo tenía una semana sin ir a clases, y su solución fue simplemente retirarme (del liceo)”. 

Ella, con 16 años y su pareja con 18 años, decidieron mantener un noviazgo que solo duró poco tiempo después de nacer el niño. Con el bachillerato inconcluso y sin el apoyo familiar empezó a trabajar. “No tenía muchas opciones: buscar trabajo para mantener a mi hijo”.

Nubia Laguna, coordinadora técnica de la organización Niña Madre, explica que en Venezuela existe un “patrón generacional entre familias en el cual el embarazo adolescente no es una situación extraordinaria sino una situación regular”.

“El embarazo en adolescentes genera como consecuencia que los jóvenes se anclen en la pobreza, porque les impide llevar a cabo un proyecto de vida que les permite salir de la situación de carencia”, asegura la coordinadora de la organización Niña Madre, quien se dedica a brindar apoyo a adolescentes embarazadas en las zonas de El Valle, Coche y Los Jardines, en la ciudad de Caracas.

Un estudio presentado en 2019 por la ONG Avesa, en tres centros de maternidad de la región capital y central del país, reflejó que de las 6.849 parturientas que ingresaron en agosto de 2018, al menos 1.826 eran adolescentes menores de 19 años, lo que equivale a un 27% de todos los partos registrados.

El Ministerio de Salud en Venezuela -que desde 2016 dejó de publicar estadísticas al respecto- registraba que entre los años 2007 y 2014, uno de cada 10 nacimientos fue de una madre adolescente.

Un indicador que no ha dejado de crecer en cifras durante los últimos 20 años en el país. Así lo refleja un informe publicado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa), publicado en febrero de 2018, en el cual se situaba a Venezuela entre los tres países de América Latina con la tasa más elevada de embarazo en adolescentes, junto a naciones como Nicaragua y Bolivia.

Desde 2015 en Venezuela ha aumentado a 65% la tasa de embarazo en la población adolescente y según la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, es uno de los principales factores que afectan el derecho a la educación de las mujeres. 

Dentro de ese registro está Yelianny Jiménez. A los 14 años tuvo su primer encuentro sexual con quien era su novio para el momento: otro adolescente de 17 años. 

“Yo supe que estaba embarazada a los quince días de haber estado con el que era mi novio. No sé, algo me lo decía ”. Reconoce que no sabía nada de métodos anticonceptivos y que ese encuentro sexual ocurrió sin usar o tener a la mano algún tipo de preservativo. “Y aunque había sabido ¿con qué plata lo iba a comprar?”, Comenta la adolescente quien ya cumplió la mayoría de edad. 

Confirmó su embarazo al mes siguiente, cuando la menstruación no llegó. “Estudiaba séptimo grado y los malestares no me dejaron ir más al liceo. Solo pensaba en cómo darle la noticia a mis padres, inventaba todas las excusas ”, recuerda.

Yelianny hizo lo posible por ocultar la incipiente barriga que iba creciendo a medida que avanzaban las semanas. “Trataba de pasar tiempo fuera de la casa, alejada de mi familia para que no se dieran cuenta”. Su principal preocupación era su padre "que es muy machista", según lo describe. Viven en la población de Palo Negro, estado Aragua, una comunidad pequeña donde hablar de sexualidad sigue siendo tabú, un tema casi prohibido, a pesar de que la joven dice que es muy común ver a sus amigas y conocidas del pueblo salir embarazadas a temprana edad. 

La respuesta casi automática del novio al enterarse del embarazo fue: “conmigo no cuentes”. Yelianny pensó en abortar pero sabe que en Venezuela iría presa porque está penalizado. Un miedo que se complicaba al intentar ocultar el embarazo, por lo que no asistió a consulta médica ni a control prenatal hasta la semana 22 de gestación. 

Los resultados de la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) 2017 destacan que apenas 19% de las mujeres embarazadas concentradas en el estrato más pobre se controla desde el primer mes de gestación en comparación con 73% de las mujeres del estrato más rico, quienes sí lo hacen desde el inicio del embarazo. 

El padre de Yelianny dejó de hablarle y de sostenerla económicamente cuando se enteró. Y aunque su madre decidió apoyarla para que continuara el bachillerato, las autoridades del liceo donde cursaba el séptimo grado le pidieron que continuara la formación desde su casa porque argumentaron que el embarazo estaba muy avanzado. 

Aunque en Venezuela existen disposiciones legales para proteger el derecho a la educación de las adolescentes que quedan embarazadas, en la práctica muchas se retiran y no continúan los estudios. Según datos de Encovi 2019-2020, más de 16% de las jóvenes indica el embarazo como la causa de su deserción escolar.

“Después que tuve al bebé, me dediqué a trabajar. Tenía unos amigos que tenían un local y ahí comencé a lavar platos”. Intentó retomar los estudios, pero repitió séptimo año y, aunque luego comenzó el octavo, no logró terminar. Hasta allí llegó su formación escolar. 

Cuando cumplió los 18 años de edad, Yelianny Jiménez ya era la madre de tres niños.

Para el representante de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) en Venezuela, Paolo Balladelli, cuando una adolescente queda embarazada, su salud, educación, potencial de obtener ingresos y todo su futuro pueden estar en peligro. “Evitar un primer embarazo a través de una anticoncepción inmediata post evento obstétrico permite disminuir la mortalidad materna e infantil y la pobreza y exclusión social”, detalla. 

La investigación desarrollada por la alianza de organizaciones Salud para todas en el informe La salud de las mujeres en Venezuela 2021, realizado con base a 203 entrevistas en cinco estados del país, encontró que 9 de cada 10 mujeres, niñas y adolescentes en comunidades populares no han tenido acceso a la planificación de sus embarazos, “lo que contrasta directamente con la respuesta de un 83% que expresó que no desea tener hijos/as”, indica el informe. 

También detalla que de las mujeres, niñas y adolescentes embarazadas que fueron encuestadas, sólo 2 de cada 10 que ya han tenido hijos/as, desean procrear de nuevo. Sin embargo, más de 50% de las adolescentes y mujeres encuestadas declaró que no usan métodos anticonceptivos porque creen no necesitarlos, mientras que 14,9% explica que no cuentan con los recursos para adquirirlos. 

Mitos embarazosos

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De 21 a 35 años

Parirás con dolor

Para Nairobi Ortega, Ana Rodríguez y Wilmeri Narváez las escenas de sus partos son un doloroso recuerdo. Nada de recuerdos idílicos recibiendo armónicamente a sus bebés en brazos. La violencia obstétrica es uno de los 19 delitos tipificados en la Ley Orgánica sobre el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia. Y sin embargo es un ambiente común en las salas de parto del país.    

Las mujeres que acuden a los centros de salud públicos se enfrentan a la sentencia bíblica que reza: “parirás con dolor”, marcadas por la escasez de medicamentos e insumos, el alto costo de los tratamientos, el déficit de personal médico especializado y además deben lidiar con una naturalizada violencia por parte del personal de salud, que casi forma parte de los protocolos de atención: múltiples expresiones de la violencia obstétrica.

“Me tuvieron cuatro días rebotándome entre El Algodonal y la Maternidad Concepción Palacios porque no había anestesiólogo ni pediatra y solo atendían emergencias”, cuenta Ana Rodríguez, de 28 años, quien dio a luz por primera vez hace cinco años en Caracas.

Las mujeres se enfrentan al llamado “ruleteo”, una dolorosa procesión en la que van de hospital en hospital hasta que logran que las reciban, después de horas de espera en centros de salud que no tienen condiciones para atenderlas. 

El médico que controló el embarazo de Ana la refirió al Hospital José Ignacio Baldó (El Algodonal) como una emergencia porque su embarazo ya se había pasado del tiempo recomendado y no presentaba dolores de parto ni sangrado.

Fue el primer día y, tras un tacto, el médico a cargo le ordenó hacerse un eco para verificar el estado de la placenta. Tuvo que hacérselo en un consultorio privado, pues en el hospital la máquina no funcionaba. Con la ecografía en mano, en El Algodonal le dijeron que aún podía esperar otros dos días porque también debía hacerse una pelvimetría para saber si podía tener un parto natural. 

Tres días después del diagnóstico que calificaba como una emergencia, Ana tuvo que llegar antes de las 7:00 de la mañana a El Algodonal pero no había anestesiólogo y no la recibieron. La mandaron a la Maternidad Concepción Palacios.

De un lado a otro, ya llevaba cuatro días movilizándose en transporte público con un diagnóstico de riesgo cuando Ana Rodríguez por fin llegó a la Maternidad. Allí le dijeron que no había pediatra y que fuera a otro hospital. Pero Ana se postró allí hasta que la atendieron: 15 horas después de haber llegado a la sala de emergencia de la principal maternidad del país, y tras una larga lista de procedimientos de tacto vaginal a cargo de diferentes médicos, Ana por fin dio a luz a su bebé.

De acuerdo con el presidente de la Federación Médica Venezolana, Douglas León Natera, para finales de 2019, alrededor de 30.000 médicos habían emigrado de Venezuela, debido a la crisis económica que atraviesa el país. “Más de 53% de los médicos de hospitales y cerca de 50% de los que están en clínicas privadas se han ido”.

En ese contexto de carencias, Nairobi Ortega de 34 años ha tenido seis partos. Rememora sus tres primeros alumbramientos, los de sus hijos de 17, 13 y 8 años de edad y considera que las condiciones eran “mucho mejores”. Pero a partir del cuarto embarazo se enfrentó a la escasez total de insumos en los hospitales y el ruleteo, que la obligaba a buscar como sea algunas condiciones mínimas para parir.

Con los dolores de su quinto parto, Ortega recorrió cuatro hospitales en distintos puntos de Caracas. “Fui a El Valle, la Maternidad (Concepción Palacios), Pérez Carreño y vine pariendo en el Materno de Caricuao, a la voluntad de Dios porque el tacto me lo hicieron con agua porque no había ni gel. Me cosieron sin anestesia, el parto se me había pasado y ya no tenía dolores y no había ni un poquito de Pitocin”, detalla la madre. 

Su último embarazo debía llegar a término a mediados de febrero de 2021, pero se adelantó cinco semanas. Los dolores intensos junto al sangrado los soportó durante 24 horas, pues no tenía dinero para trasladarse a un hospital y tampoco había podido comprar lo esencial para la bebé que venía en camino. “Le decía a mi esposo que no tenía dolor y que aguantaría otro poquito para no asustarlo; pero me sentía muy mal y tenía miedo. Él me preguntaba ¿Qué vamos a hacer?”, cuenta aún con expresión de dolor en su rostro.

Consiguieron un dólar prestado para poder llegar hasta la Maternidad Concepción Palacios en transporte público, pero Nairobi no tuvo tiempo ni de registrar su historia médica. Alcanzó a decir que su embarazo se había adelantado y que no tuvo control prenatal, pero “el médico me dijo que no me podían atender porque no tenían los requerimientos para asistir el parto”. 

Desde el año 2019, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) otorgó medidas cautelares de protección a favor de mujeres y recién nacidos en la Maternidad Concepción Palacios tras “considerar que se encuentra en una situación de gravedad y urgencia de riesgo de daño irreparable a sus derechos”. 

Nairobi ya no tenía dinero para moverse hacia otro hospital. Se agachó en la calle, en las afueras de la Maternidad, y creyó que su hija nacería en la vía pública, pero un taxista la vio y la llevó hasta el Hospital Miguel Pérez Carreño, donde la montaron en una camilla. Al igual que en la Concepción Palacios, los doctores le preguntaron si se había tomado “algo” con la intención de abortar. 

Les dije: “No he tomado nada, ya mi bebé está grande y eso me puede traer complicaciones”. La doctora pidió que la llevaran a sala de parto, pero la bebé ya estaba afuera. “Di a luz en la sala de espera, en una camilla a las 7:50 am”, recuerda la mujer de 34 años.

Un trabajo de grado realizado en un hospital del estado Anzoátegui en 2018, publicado por la Revista de Obstetricia y Ginecología de Venezuela en diciembre de 2020 revela que en 100% de los partos hubo algún tipo de violencia obstétrica. 

En su tesis, los estudiantes de medicina detallaron que 99% de las embarazadas fueron obligadas a ponerse en una posición incómoda para parir, a 73% le realizaron procedimientos sin autorización, 66% recibió atención tardía, 3% de las parturientas expresaron haber recibido agresión física directa (sutura sin anestesia, golpes en las piernas o pellizcos) y lo más frecuente fue que todas las embarazadas reportaron ser agredidas verbalmente con palabras ofensivas o despectivas y el maltrato expresado con frases como: “¡No grites!”, “¡no llores!”, “¡aguanta y no te quejes!” o “¡Cuando lo estabas haciendo no te dolía!”.

El estudio encontró que entre 80% y 100% de los médicos usaron oxitocina (Pitocin) durante la atención del parto sin consentimiento y 90% aún hace uso de la maniobra de Kristeller (apretar con los puños o el antebrazo la barriga de la embarazada para que nazca el bebé), a pesar de que es un procedimiento que la OMS desaconseja. 

Wilmeri Narváez tiene 25 años de edad y ha sido madre cuatro veces. Sus hijos tienen 7, 5, 4 años y el último es un bebé de ocho meses. Los tres primeros nacieron en el Hospital Pérez Carreño y el cuarto en la Maternidad Concepción Palacios. 

Con el último embarazo llegó a la emergencia con todas las dilataciones. “Me subieron a sala de parto, pero los médicos me dejaron pariendo sola porque no quise cambiarme de camilla. Es que no aguantaba los dolores y no quería moverme. Mientras estaba pariendo, tenía a tres doctores a mi alrededor pero nadie me atendía, estaban en otra cosa, solo me asistieron para cortar el cordón umbilical cuando el niño nació”, detalla la joven. 

En los cuatro días que Wilmeri estuvo hospitalizada en la maternidad no se le garantizó la comida. “En la tarde daban puras lentejas y había que tener un envase, como yo no tenía, no me daban. Mi mamá y una amiga me llevaban algo de comer”, relata. 

En otro hospital pero en la misma situación estuvo Nairobi. “Estuve cinco días en el Pérez Carreño pasando trabajo porque no había comida. Daban arroz solo y nada más al mediodía. En la mañana a veces nos llevaban un pedacito de piña y dependíamos de que fuese un familiar, así que me tocaba aguantar el hambre”. Junto a sus compañeras de cuarto recién dadas a luz cargaron agua porque en la habitación no había. 

La Red de Médicos por la Salud, a partir de la Encuesta Nacional de Hospitales, desarrollada en 2018 señaló que 94% de los servicios de ecografía, RX y Laboratorio presentan fallas; en 79% hay fallas de material médico-quirúrgico y en 66% de las maternidades hay ausencia de fórmulas lácteas para los/as recién nacidos/as, ya que 96% de los servicios nutricionales se encuentran inoperativos. 

El último Boletín Epidemiológico publicado por el Ministerio de Salud identificado con el N° 52, que presentó estadísticas generales y sobre maternidad data del año 2016, filtrado tras dos años de silencio absoluto. De allí en adelante volvió a quedarse bajo la opacidad oficial. 

Las cifras contenidas en este boletín mostraban que las muertes maternas habían aumentado 56% en doce meses y el fallecimiento en niños menores de un año registraba 11.466 bebés, un aumento de 30% en comparación con 2015. Allí destaca que durante el período neonatal (primeros 28 días del bebé) ocurrían 53,9% de los fallecimientos.

Las tres mujeres coinciden en que fueron afortunadas porque sus bebés nacieron bien y lo único que querían era salir pronto de alta. El estudio de los médicos concluye que “pese a que 100% de los partos se hace bajo algún tipo de violencia obstétrica, 75% de las parturientas consultadas calificaron como ‘buena’ la atención porque están acostumbradas a recibir un trato inadecuado”.

¿Qué es violencia obstétrica?

La violencia obstétrica es: “la apropiación del cuerpo y procesos reproductivos de las mujeres por personal de salud, que se expresa en un trato deshumanizado, en un abuso de medicalización y patologización de los procesos naturales, trayendo consigo pérdida de autonomía y capacidad de decidir libremente sobre sus cuerpos y sexualidad, impactando negativamente en la calidad de vida de las mujeres”, establecido en el artículo 15, numeral 13 de la Ley Orgánica sobre el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia. Aunque Venezuela fue el primer país de América Latina que aprobó una ley de este tipo, la realidad del sistema hospitalario se impone e impide un proceso de parto digno y respetuoso.

Sin edad

La violencia cruza la vida de las mujeres

“Muchas quisieran contar su historia, pero no pueden”. Anabella Rincones narra una historia propia bajo un nombre ajeno porque aún siente miedo por la sombra de su agresor, quien fue su pareja durante 14 años.

Una relación que empezó con una promesa de matrimonio imposible de concretar porque él ya estaba casado con otra mujer. Pero Anabella le escuchó tantas veces que si tenían un hijo juntos “dejaba a su esposa y se iba a vivir conmigo. Eso me lo dijo una y otra vez. Siempre me insistía en eso. Cuando pasaron cinco años quedé embarazada”.

El nacimiento del hijo no trajo ningún cambio positivo, solo sintió que empeoraba porque se iban cercando sus opciones dentro de una relación que se perfilaba en los esquemas de maltrato físico, psicológico, sexual e incluso patrimonial.

A medida que su bebé crecía, se volvía una madre aislada de sus afectos y una mujer disminuida. Anabella tenía que esperar que su pareja la llevara al trabajo y la buscara, él comenzó a monitorear sus contactos y las conversaciones, también sus redes sociales. No esperó mucho para escalar en las agresiones. Luego de un incidente en el que consideró unos mensajes “sospechosos” la insultó y agredió verbalmente. “Me llamaba zorra, puta, me gritaba cuando escribía cualquier mensaje porque decía que le estaba escribiendo a otros tipos”, cuenta.

Su casa se volvía un espacio cada vez más agresivo y llegó el confinamiento por la pandemia de covid-19: tuvo que convivir durante semanas encerrada con el hombre que continuamente la insultaba y sin mayor contacto con el mundo exterior mas que un teléfono que era revisado por su pareja.

“Tenía que dormir con él y se me hizo imposible de soportar. En un momento decidí irme a dormir con mi hija en otro cuarto. Eso aceleró todo el maltrato. En febrero (de 2021) me botó de la casa y como yo tengo un taller de costura alquilado, llamó al sitio para que no me dejaran dormir allí. Él tenía dos máquinas en préstamo y me las quitó. Me cansé de todo el abuso y decidí denunciarlo”.

Su caso es parte de un subregistro existente en el país en cuanto a denuncias por violencia de género. Varias ONG han intentado sistematizar los datos según la información publicada en medios de comunicación, para dar luces de la dimensión de este problema. Entre ellos está el Programa Equidad, que se dedica a la recepción y protección de mujeres que denuncian violencia de género ejercida por la pareja: solo en el año 2020 la organización recibió 216 denuncias por violencia verbal, física, psicológica o patrimonial. 

64% de las mujeres que denunciaron ya eran sobrevivientes de diferentes tipos de violencia, tal como Anabella. El 25% reportó violencia psicológica y 6% de las mujeres -en edades entre los 23 y 49 años- sufrieron abusos físicos por parte de sus parejas. En casi todos los casos las edades oscilaban entre los 20 y 45 años, el rango que se considera como el más productivo laboralmente para la mujer.

Gabriela Betancourt, coordinadora del programa, detalla que de esas 216 mujeres, sólo 36 realizaron denuncias ante los órganos competentes. El bajo nivel de denuncias se relaciona con el miedo de las mujeres ante su agresor y la ineficacia en la actuación de las instituciones. 

Anabella reconoce que el detonante para alejarse de su agresor y denunciarlo tras 14 años fue que la echara de la casa e intentara dejarla sin recursos ni opciones para mantenerse, un claro ejemplo de lo que se conoce como violencia patrimonial: “Toda conducta activa u omisiva que directa o indirectamente ocasione daños o limitaciones al disfrute de los bienes, propiedades y al patrimonio en general de una mujer víctima de violencia. Incluido la retención o destrucción de objetos o documentos personales”. 

“Decidí que ya no tenía más poder sobre mí. Me decía que si él hubiese sido como otros hombres me picaba en pedacitos, me mataba. Decía que me lo merecía” 

Mientras los distintos tipos de violencia de género se hacen visibles, las cifras de femicidios prenden las alarmas. El Ministerio Público (MP) contabilizó durante los primeros 11 meses de 2020, 185 causas relacionadas con femicidios en el país, entre ataques consumados y frustrados. 167 personas fueron arrestadas, pero solo se dictaron 26 condenas, es decir, solo 14% de los imputados. 

El 26 de noviembre de 2020, en el marco del Día Internacional para erradicar la violencia contra la mujer, el fiscal Tarek William Saab dio algunas cifras referenciales para estar a tono con el tema, a pesar de que el MP no ha presentado Informes de Gestión desde 2016. Hasta ese momento se habían registrado en los once meses del año 2020 una cifra de 27.007 casos de violencia contra la mujer, sin desagregar qué tipo de violencia fue denunciado. Se presentaron 2.297 acusaciones y fueron apresados 719 agresores, según la data oficial.

Pero el conteo de las autoridades, en un Estado que no ofrece cifras de criminalidad o estadísticas detalladas, está un poco lejano de lo presentado por otras organizaciones. Por ejemplo, Utopix a través de su monitor basado en reportes de medios de comunicación registró 256 femicidios en todo el país. Solo en diciembre hubo cinco femicidios por semana. En todo el año se registró un femicidio cada 34 horas.

Los primeros cinco meses de 2021 no han sido diferentes, e incluso se ha registrado un alza inusitada en este delito. Durante la última semana de febrero siete mujeres, entre ellas dos adolescentes, fueron víctimas de femicidio. Solo en el estado Portuguesa se registraron tres casos de esos siete, dos de ellos cometidos por un agresor que era desconocido para sus víctimas y que fue detenido.

Mientras en las redes sociales se empezaba a exigir verdadera justicia e investigaciones para esclarecer los femicidios de las tres mujeres de Portuguesa, un día después de conocerse estos casos, el 23 de febrero, otra joven de 17 años fue asesinada a manos de su pareja. 

Nahomys Lara vivía desde hacía tres meses con su novio en El Cementerio, en Caracas, y allí fue asesinada de un disparo. El hombre pidió ayuda a su hermana, quien intentó encubrir el femicidio trasladando el cadáver de la joven hasta Nuevo Circo, y luego al hospital Miguel Pérez Carreño. La hermana está presa mientras que el femicida está prófugo. 

El mes más corto del año culminó con dos femicidios el mismo día: Mariajosé López de 20 años, asesinada en un edificio de La California, al este de Caracas, por su pareja Edilson Pereira que la mató de varias puñaladas. En la ciudad de Valencia, estado Carabobo, Areinis Castillo, de 35 años, también era asesinada por su pareja, un policía que la golpeó con un objeto contundente, le roció gasolina y la quemó junto a la casa que compartían en el barrio Ruiz Pineda de Valencia. 

Si se revisan los datos de nuevo, hasta noviembre de 2020 el Centro de Justicia y Paz (Cepaz) identificó que en el 45% de los casos la víctima estaba en edades comprendidas entre 23 a 43 años. El mismo rango de edad que compartían cinco de las siete mujeres asesinadas la última semana de febrero de 2021. Dentro de ese registro 21% de las mujeres víctimas de femicidios eran madres.

La cercanía de las víctimas con el perpetrador del delito también se hace evidente. Cepaz detalló que en el 31% de los casos las mujeres tenían o habían tenido convivencia con sus agresores, bien sea por matrimonio o por unión de hecho; mientras que en 21% de los casos los agresores eran miembros de la misma familia (padres, tíos, hermanos, primos).

Para los agresores siempre existe cualquier justificación para agredir a una mujer hasta la muerte. Otro de los datos que arroja Cepaz es que la motivación aparente del femicidio es el desprecio y aprovechamiento de la condición vulnerable, seguido de ataques sexuales como ocurrió con Eliannys Martínez y Eduarlis Falcón en Turén, estado Portuguesa. Al menos 12% de las víctimas en 2020 sufrieron violencia física sistemática antes de ser asesinadas, y en 11,7% los perpetradores refirieron la “venganza”, como ocurrió con Carmine, Nahomys, Yaverlis y Mariajosé. 

La pandemia por la covid-19 en Venezuela puso en evidencia la vulnerabilidad de ciertos sectores de la población, en especial las mujeres, las niñas y los niños. La Red por los Derechos Humanos de Niños, Niñas y Adolescentes (Redhnna) señala que en Venezuela han salido a la luz pública varios casos de abuso sexual infantil, pero “no tantos como realmente suceden”. 

Y en muchos casos se combina el abuso sistemático desde la infancia y se extiende hasta la edad adulta de las mujeres. Sobre todo si el agresor es un miembro de su círculo familiar directo. 

Es la historia de Cecilia Pérez* (nombre protegido) quien fue violentada física y sexualmente por su propio padre. Uno de sus recuerdos más vívidos fueron los golpes en la boca que le propinó su papá cuando tenía menos de 8 años. “Él se puso un paño en la mano mientras mi mamá se estaba bañando y me dio puñetazos en la boca. Recuerdo que no pude salir por un tiempo por los golpes”. 

“Yo le tenía mucho miedo, muchísimo. Todo pasaba cuando mi mamá estaba estudiando o trabajando. Lo hacía cuando ella no estaba”, cuenta Cecilia. La agresión escaló y el padre abusó sexualmente de ella cuando tenía 12 años. 

“Él siempre que llegaba borracho y se ponía violento pedía perdón. Entonces lo normal para mí era que pidiera perdón, se le perdonaba y ya, seguía adelante”, narra Cecilia. 

Su adultez ha estado marcada por esa agresión sostenida desde la infancia. “A mí siempre me dieron miedo de cierta forma los hombres. Solo he tenido una pareja y creo que eso influyó. Después de eso (la violación) siempre me ha dado pena mostrarme. No me siento cómoda en mi cuerpo. Me da miedo hablar frente a la gente y a veces no puedo”. Y aunque se ha atrevido a contárselo a algunas personas, nunca pudo decir en voz alta dentro de su grupo familiar lo que le ocurrió.

No estás sola

NO hay tiempo límite para denunciar a un agresor, incluso si no eres la víctima directa. 

Puedes acudir para denunciar a las sedes de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), al Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) o a las oficinas del Ministerio Público en cada estado del país. 

Si no te deja salir, pero puedes acceder a un teléfono, puedes llamar a los números de atención de diferentes instituciones públicas y ONG especializadas:

De 40 años en adelante

Las últimas de la lista

Viviana Ibarra tiene la mitad de sus 55 años de vida trabajando por la comunidad en el barrio Sucre de Petare. Viviana es la del agua, la que lucha para que lleguen las cisternas, la que lidia para que lleven las bombonas de gas, la que busca que los niños de su barrio tengan actividades recreativas, la que coordina que hagan jornadas de salud para sus vecinos. Viviana sube y baja, Viviana cuadra, habla y resuelve.  

De tanto ir y venir, una doctora que llegó con las jornadas que ella misma gestionó, se sentó a su lado y le preguntó desde cuándo no se hacía un chequeo ginecológico. “Me puse a echar para atrás y me di cuenta que tenía más de dos años que no pisaba un consultorio y de ginecología, mucho más tiempo”, cuenta Viviana. 

El examen tantas veces postergado le reveló que tenía dos fibromas que le estaban afectando el útero y que tenía que ser operada con cierta premura.

“Fui al (Hospital) Pérez de León para que me hicieran los exámenes que necesitaba, pero una y otra vez perdía la cita porque no servían los equipos o no tenían insumos para hacerlos. Tuve que reunir el dinero por mi cuenta para hacérmelos por privado, pero cuando por fin los tuve llegó el coronavirus y declararon ese hospital centinela (para pacientes con covid-19), atrasaron todas las citas y los exámenes no sirvieron porque pasó mucho tiempo y el médico me dijo que me los debo repetir. El problema es que ya no tengo la plata”.  

Desde aquel momento de las jornadas que llegaron a su comunidad hasta la fecha han pasado tres años y los fibromas siguen sin ser operados. “Claro que me preocupa seguir con los fibromas pero doy gracias a Dios que no tengo algo más grave o urgente como un cáncer”, cuenta.

No es un cáncer, dice Viviana. Su leve sonrisa de alivio no esconde el miedo porque sabe que cada vez atender su condición de salud se le aleja más del presupuesto, ya que no puede costear evaluaciones periódicas, una medida de prevención recomendada por todos los protocolos médicos, en especial, los de ginecología y obstetricia. 

“Eso es lo que le dicen a una, que se cuide. Pero ¿Cómo hacemos con el día a día, con tantas cosas que resolver? Y cuando cae algo de plata extra, la verdad es que el chequeo médico se va quedando de último”

Pero es un problema que supera la voluntad o la disposición: 5.820.628 venezolanas de 35 a 75 años no tienen acceso para realizarse mamografías en el sistema de salud.

Según el informe Pronósticos de la mortalidad e incidencia del cáncer en Venezuela, publicado en 2019 por la Sociedad Anticancerosa de Venezuela en alianza con la Universidad Simón Bolívar (USB), el cáncer de mama continúa siendo el primer tipo de cáncer que sufren las venezolanas y aunque se presenta con más frecuencia entre los 45 y 54 años, ocasiona más muertes entre los 55 y los 64 años de edad.

El estudio no solo refleja datos de mortalidad sino de incidencia en el tiempo de vida que pierden las afectadas por esta enfermedad: una mujer venezolana va a perder 19 años de vida por cáncer de mama y 24 años por cáncer de cuello uterino, el que se ubica como la segunda causa de muerte en las mujeres, con una tasa de mortalidad de 10 muertes por cada 100.000 habitantes.

Pero solo 4 de cada 10 mujeres encuestadas en comunidades populares asiste regularmente a servicios de medicina general, mientras que sólo 5 de cada 10 acude regularmente a control ginecológico y 6 de cada 10 a control mastológico, según datos de la investigación de la alianza de organizaciones Salud para todas.

Helena Guevara sabe en carne propia los efectos de dejarse de última en la lista: durante siete años estuvo dedicada por completo al cuidado de su esposo, quien sufrió una enfermedad degenerativa hasta que falleció en el año 2019. “Ambos teníamos 62 años cuando la enfermedad comenzó, pero a mí me cayeron como cien años encima”, dice Helena.

Desde que su esposo murió, Helena que recién cumplió 71 años de edad siente que ha desmejorado mucho física y emocionalmente. “Me han caído todos los achaques juntos: dolores musculares, hipertensión y hasta dengue me dio hace unos meses”, lo que se sumó a una condición de ansiedad y miedo recurrente asociado al confinamiento por la pandemia de coronavirus. 

“Estoy sola en la casa porque mis hijos están fuera del país y de vez en cuando mi sobrina me da una vuelta para ayudarme, pero cada quien tiene sus cosas que hacer”, dice pausadamente con una mirada de resignación que la hace encogerse de hombros. 

La investigación desarrollada por la alianza de organizaciones Salud para todas en el informe La salud de las mujeres en Venezuela 2021, realizado con base a 203 entrevistas en cinco estados del país detectó que 60% de las mujeres encuestadas en comunidades populares que tienen entre 49 y 69 años reconocen que sufren de insomnio, lo que les genera mayor agotamiento físico y sentimientos de agobio. 

Los roles de cuidado, culturalmente asumidos por las mujeres, las hacen más vulnerables a postergar la atención a su propia salud, sin dejar de lado el costo económico que implica para la dinámica de un hogar. Al ver la economía con perspectiva de género se revela que el trabajo doméstico y de cuidados es una actividad no remunerada que representa entre 15% y 25% del Producto Interno Bruto de una sociedad.

Así como Viviana Ibarra es una lideresa reconocida por su entorno como “la que está pendiente de todo” de su comunidad en Petare, la figura de la mujer “guerrera y echada pa´lante” tan arraigada en la cultura venezolana se traslada a todos los espacios en los cuales las mujeres hacen vida.

Paula Rondón también se ha ido convirtiendo en “la de todo”, el pilar que sostiene a una extensa familia, que poco a poco se ha ido desarticulando por la emigración de muchos de sus hermanos y primos. “Me he quedado a cargo de mis padres que ya están mayores, pero también de mis tías, porque ya no tienen fuerza para resolver cosas como el mantenimiento de las casas, reparaciones, y lo que sufrimos todos: la cargadera de agua”, cuenta la contadora de 48 años que vive en Montalbán, madre de dos adolescentes. 

La gestión del agua, otra tarea asociada culturalmente a las mujeres, en Venezuela tiene la particularidad de consumir una importante parte de la jornada diaria de las familias, sin contar la fuerza física que exige recolectar y cargar el agua, debido a la irregularidad en el suministro del servicio, lo que afecta a zonas de clase media y sectores populares ubicados en zonas montañosas -como ocurre en Caracas- donde el agua tiene que ser transportada escaleras arriba hasta los hogares.

Las adultas mayores son las más afectadas por tener que cargar agua durante prolongados periodos de tiempo: dolor y cansancio extremo en la espalda y cuello, específicamente en el músculo llamado trapecio. Y a la mayoría se le suma la condición de haber tenido varios partos por lo que son más propensas a sufrir de prolapso uterino, una condición de salud que ocurre cuando los músculos del suelo pélvico se debilitan, por lo que el útero se desliza hacia la vagina o sobresale de ella.

En las mujeres jóvenes el acarreo habitual de agua o algún tipo de peso (bolsas de mercado, bombonas de agua, tobos, cajas) produce un mal desarrollo de los huesos pélvicos que puede generar complicaciones en el embarazo.

Paula trabajaba desde casa mucho antes de que la cuarentena instalara el teletrabajo, por lo que progresivamente se fue encargando de hacer las visitas periódicas a sus familiares que quedaban solos en casa para encargarse de resolver asuntos como buscar y cambiar las bombonas de gas, estar pendiente de mantener llenos los tanques de agua, mover y cargar pipotes para hacer los oficios y cargar las bolsas de mercado que le resulten pesadas a sus tías y su madre, tres mujeres mayores de 70 años que tienen antecedentes de prolapso uterino y artritis.

“En los últimos años este trajín me está pasando factura porque no soy tan joven y mi cuerpo lo está resintiendo. Pero no tengo opción. Mi mamá y mis tías son mayores y sencillamente no pueden hacer esfuerzo físico, así que me toca a mí”. 

A la par, Paula asoma tímidamente que una de las razones por las cuales siente mayor agotamiento puede ser porque su propio cuerpo está atravesando otro proceso igual de importante: la menopausia y las manifestaciones de esta etapa la agarraron por sorpresa. 

“Una cosa es decirlo y otra experimentarlo. Cuando lees un poquito te das cuenta que todos esos cambios tienen que ver con la menopausia, incluso lo emocional, pero es que las mujeres casi no hablamos de eso porque los demás lo agarran de burla, y te lo dicen como una ofensa. A algunas nos pega más que a otras pero no sabemos cómo llevarlo”, comenta Paula. 

Estefanía Reyes, directora de la organización Proyecto Mujeres, explica que el mismo patrón de desinformación y tabúes sobre la menstruación que viven las niñas y adolescentes se repite en las mujeres que están atravesando la menopausia. 

“En ambos casos, debido al crítico estado del sistema de salud y a razones culturales que llevan a las mujeres y a las niñas a vivir su sexualidad y sus experiencias en torno a esta en secreto y avergonzadas, muchas no buscan atención médica a pesar de sufrir malestares que las incapacitan. Y esos malestares casi siempre son consecuencia de una mala alimentación y de altos niveles de estrés que conducen a desequilibrios hormonales”. agrega.  

Reyes expresa que culturalmente se ha normalizado la desinformación en torno al cuerpo y la sexualidad femenina. “En consecuencia, las mujeres no podemos tomar decisiones pertinentes e informadas a la hora de escoger los métodos anticonceptivos más adecuados o de leer en nuestro cuerpo y en el ciclo menstrual los signos de que algo está mal. Culturalmente, también asumimos que nuestra prioridad debe ser siempre el cuidado de otro (de nuestros hijos, de nuestros padres, parejas y hasta de nuestra comunidad), en lugar de asumir el autocuidado como un derecho y una prioridad. Para muchas mujeres, eso es sencillamente un privilegio”.

Helena siente tristeza cuando recuerda que hace apenas una década era una mujer muy activa que siempre mantuvo el hábito de hacer ejercicio y aprendió diferentes oficios que le ayudaron a generar ingresos. Pero dice que la situación económica, la soledad y el encierro por la pandemia la envejecieron mental y físicamente más de la cuenta.  

“Para las mujeres la vejez es como una fecha de vencimiento y cuando piensas en sexualidad más rápido todavía. Porque la familia de uno piensa que nada más servimos para tener y criar a los hijos, pero eso no es así. A los 60-70 años las mujeres podemos estar plenas y activas. Y hay que decirlo en voz alta para que los más jóvenes se saquen la idea de que llegar a vieja es estar vencida ”.

  • Coordinación
    Gabriela Rojas, Víctor Amaya
  • Periodistas
    Gabriela Rojas, Luisa Quintero, Luna Perdomo y Orianny Granado
  • Ilustraciones
    Daniel Hernández
  • Edición
    Víctor Amaya, Gabriela Rojas
  • Diseño gráfico
    Carlenys Zapata

Caracas, 28 de mayo de 2021