Nació hace 60 años en San Rafael de Kamoirán, comunidad indígena pemón del dialecto arekuna. Viuda desde 2021, anda de ropa ligera, incluso cuando la temperatura nocturna ronda los 16 grados centígrados en el corazón de la Sierra de Lema, el bosque nublado que antecede y a la Gran Sabana, territorio de los pemón. Allí vive, en la Montaña del Sol, su casa es un techo de láminas, sin paredes.
Nací en San Rafael de Kamoirán, el 30 de noviembre de 1962. Pronto cumpliré 60 años. Nací ahí, pero a los tres años fui a Ciudad Bolívar. Me llevó mi tía Rosario Lanz.
Me llevó porque yo tenía otro hermanito. “Que eso es muy trabajoso”, decía. Yo soy la primera y a los ocho meses mamá estaba embarazada otra vez. Mi tía era soltera.
Ahí me metió al preescolar. Me decía la tía que yo era una llorona, al despertar. Por no hacer la tarea y si no me daban helado, a las tres, dos de la tarde.
A los siete años me metieron en la escuela que llegaba hasta sexto grado, en el Orfanato Bolívar, en Ciudad Bolívar, donde estaban las hermanas. Era normal, como uno se educa en la casa; nos enseñaban a lavar, a planchar, a coser. Los sábados disfrutábamos oyendo música, entre mujeres, bailábamos y cuando éramos desobedientes, “por una pagan todas”. La hermana Matilde nos pellizcaba, por aquí (el antebrazo), nos daba unos torniquetes y eso dejaba morado. Yo era la única indígena. Algunas se burlaban: decían“esa india, no la traten”. Pero a mí me caían bien todas.
Después, mi mamá se fue para Bolívar, a visitarme y a trabajar con el arzobispo Crisanto Mata Cova. Me lavaba la ropa porque nosotros no podíamos lavar en el orfanato. Mi mamá estuvo ahí, como cinco o seis años, después, se vino pa Kamoirán.
Mi tía decía: “Tienes que estudiar, para que seas doctora, profesora, maestra, no como esos indios de la Gran Sabana, pasando sol, no llegues a eso. Ve como tu mamá está sufriendo”.
Pero esto es hermoso, ser indio, llevar sol, me gusta. Así como me ve usted, no tengo profesión y gracias a Dios aprendí a defenderme así.
Regresé (a la Gran Sabana) a los 12 años. Me quedé en la Misión en Santa Elena de Uairén hasta los 15 años. Estuve con la hermana Rebeca, la hermana Aurora, la superiora María Margarita y estudié en el Liceo “Nicolás Meza”. Cada año iba a la comunidad, en vacaciones. Ya mi mamá tenía ocho hijos, mis ocho hermanitos. Llegué hasta segundo año. No me gustaba.
Él (Cornelio Castro, su esposo fallecido en 2021) también estaba en la Misión. Él me contaba que me veía cuando era pequeña en la comunidad. Yo no sabía porque de pequeña me fui. Después, él salió de la Misión. Se fue a estudiar para Las Claritas donde agarró un curso de Enfermería.
Kamoirán y Kawí Merú
Ahí, cuando él llegó a Kamoirán en el año 79 y yo tenía 15 años, fue que me casé. Él como enfermero, yo como recién llegada de Santa Elena, sin profesión. Nos casamos de civil y por la iglesia.
En la comunidad, me hablaban en pemón, pero yo respondía en español. Me costó mucho. Mi papá me decía: “Mejor que no hable. Si te preguntan, responde en castellano. Tú estás hablando como un disparate. Si tú sigues hablando así, las gentes se van a reír de ti”, me decía. “Pero tengo que aprender, no cuesta nada”, decía yo. Ahora, hablo español y el pemón (arekuna).
Las cosas de indígena no las sabía: rallar, pelar yuca, sembrar. Pero me gustaba. Viendo, aprendí.
Como Cornelio iba al conuco, a sembrar, yo tenía que atender la Enfermería. Porque él no recibía suficiente sueldo. Me enseñó algunas cosas: “Esto se inyecta así, esto se cose así”. “Si viene mi supervisor, tiene que estar esto limpio. Si hay una emergencia, me llama”, decía.
Papá y partero, fue bonito
Cada parto, él (Cornelio) me atendía y su mamá estaba al lado. La primera vez, la suegra rezaba para que yo lo pariera normal. Como él era enfermero, los parteaba a todos, en el dispensario. y después en la casa. Tuve 17 hijos en total. Fue bonito.
Algunos (de los hijos) fueron a la escuela, como Mercedes, Fátima, algunas de las mayores, pero ya un poquito adelantadas con las primeras letras, las matemáticas. Les compraba los creyones, los colores y más les gustaba.
Ahora, empiezo a educar a los nietos, a escribir sus nombres, los abecedarios, restar, sumar, multiplicar. Seguiré enseñándoles porque no hay que comprar uniformes, zapatos.
Les hablo el español y el pemón arekuna para que aprendan también porque si vamos a hablar en pemón solamente, entonces ¿cómo se podrán defender ellos?
La familia de Kawí
Después, nos vinimos para Kawí (el lugar en donde levantaron la casa familiar y un parador turístico, aproximadamente a 120 kilómetros de Santa Elena de Uairén), hace más de 27 años.
Nos vinimos porque así, o sea en una casa (dentro de un urbanismo), no podíamos estar criando pollos ni pavos. Le pedimos permiso a los ancianos de Uroy Uaray para ubicarnos. Entonces, ahora estamos ahí, cuidando, nos gusta conservar el ambiente, la naturaleza.
Cuando había turistas teníamos nuestro conuco (al otro lado de la carretera, de la Troncal 10). Cosechábamos hasta arroz. Después de temporada no había nada. Es como la mina, uno escarba si consigues una gramita, lo usas para una cosa, pero ahorita no vale nada la mina.
Con la agricultura vas arrancando y va retoñando y vas sembrando y así, con tus propias manos. Es bonito. Tú ves todo lo que tú haces. Lo que se busca allá, en la ciudad, ya lo tienes en el hogar. A qué vas a ir a la ciudad, si tienes la piscicultura, las gallinas, las tienes ahí.
Lideresa de su comunidad
Kawí para mí es una comunidad. Con una o dos personas es una comunidad, dice nuestra ley, la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas (LOPCI), pero ahora dicen que no es una comunidad porque para formar una comunidad tiene que tener 200 habitantes.
Pero siempre sigo con mi responsabilidad, como representante y delegada de Kawí. “Así no se hace, o así vamos por este camino”, como un reglamento. Esa vagabundería, esa suciedad, que se ve ahorita, un desastre total, el alcoholismo, la prostitución, eso no se permite.
Les he dicho, siendo tú capitana o capitán no puedes estar bebiendo, cuál es el ejemplo a tu comunidad. Así no es el trabajo.
A mis compañeros y compañeras sí les gusta como estamos ahorita, bebiendo, haciendo desastre. Yo me quedo viendo a los paisanos. Hay que corregirlos, sobre las minas, cosas de esas.
La montaña del sol
En el año 2016, tuvimos una conversación aquí en San Francisco (de Yuruaní, Kumarakapay), con los funcionaros de Inparques y con la Gobernación de Bolívar. Vinieron a manifestarse por el ordenamiento (Reglamento de Uso del Parque Nacional Canaima).
En el sitio (Montaña del Sol), la gente (los paisanos) rajaba la madera, sacaba tablas y la Guardia y el Ejército no los dejaban pasar. “Cada árbol que tumbes, siembra un arbolito”, decían.
Llegué y dije: “Y cuántos árboles sembró el Gobierno por el tendido eléctrico (la Interconexión Eléctrica Venezuela-Brasil). Tantos árboles que tumbaron y dónde está la siembra” y no respondieron. “Nosotros los indígenas tenemos el derecho de hacer, nosotros no somos destructores, somos conservadores y ustedes han destruido con la carretera”.
Cuando es el momento de cortar un árbol, hay que pedirle permiso, él no habla, no dice nada, pero los árboles son unos seres que tenemos que cuidar, para eso estamos nosotros. Tenemos que proteger las cosas porque, en cualquier momento, los árboles nos pueden hablar. El bosque nos habla, pero todavía, como somos del mundo, seres humanos, no entendemos.
Entonces, Cornelio y yo nos fuimos para la Sierra, “que ninguno de ustedes nos saque”, les dije.
Entonces, ahora dicen: “esta es la guerrera, esta es la guerrera”. Imagínate, ahorita, están volviendo a cortar (el trayecto de la Interconexión), el tendido lo están cortando otra vez y no siembran ni un árbol. Eso lo hacen cada tres, cinco años, cuando está alto, lo vuelven a cortar.
Nosotros (en la Montaña del Sol) tenemos yuca, maíz, frijol. Para el próximo mes de agosto, ojalá tengamos la cosecha de maíz. De todo un poquito, tenemos la pesca, hacemos el casabe, el kachiri, el tumá, la comida típica de uno. Algunas veces buscamos el arroz, el espagueti y algunas veces, si no tenemos recursos, damos la vuelta, buscamos quién nos da o quién nos brinda. Por eso es que yo te digo, hay que cultivar para que no haga falta nada en la casa.
El danto viene cerquita al patio. Una vez lo cazamos. Fue como a las 2:00 de la mañana, Cirio, mi hijo, el mudito, vino corriendo “lo maté, lo maté, pero se escapó, vamos a buscarlo”. Rosa (18) y Marcela (15) se fueron con su hermano. Lo encontraron en el río, era grandote. Marcela se montó encima del animal y Cirio le cortó la cabeza. Comimos dos semanas, lo asamos. Compartimos con un comerciante de Santa Elena que nos dio cartuchos y con su familia.
Otra vez, Cirio estuvo cazando un danto y se cruzó con dos felinos. Como a las 12:30, lanzó dos disparos. Al león (puma) le dio por el brazo y cuando volteó, vio al tigre (jaguar) al que sí mató. Después, vino pálido de susto. Al día siguiente, yo mandé a sacar los colmillos, para tener algo de recurso y no estaba el tigre, se desapareció.
Del tendido eléctrico al Arco Minero
El que vivía más la pelea (el conflicto entre las comunidades indígenas pemón y el Gobierno por el paso de la Interconexión) fue el viejo (Cornelio) porque cada año, yo estaba en estado, con una barrigota. “Ahora me toca a mí, quédate tú aquí”, decía.
En esos tiempos, en el año 2000, estaba militarizado. El Ejército mató a mi hermano Miguel de Jesús Lanz el 28 de mayo de 2006. Él era muy directo.
Del Arco Minero solamente sé el nombre.
Nosotros estamos protegiendo el Sector 5-Kavanayén de la minería, estaba totalmente prohibida. Este es el único pedazo que nos queda sin minas, desde Kukenan hasta Piedra de la Virgen. Sí se hace minería ancestralmente, pero así con bombitas no. Lo demás ya está destruido.
A mí la destrucción no me ha gustado. Escarbamos como un metro, dos metros en vez de sembrar unos cuantos surcos. Pero escarbar y no encontrar nada es pérdida de tiempo.