A sus 63 años, cuatro veces ha sido capitán de la comunidad de San Antonio del Morichal, registrador civil hospitalario, subregistrador municipal, director de Desarrollo Social de la Alcaldía y concejal. Actualmente, lidera el Consejo de Ancianos de su comunidad. Le preocupa el rumbo que ha tomado el Pueblo Indígena Pemón en la práctica de minería. Él que siempre fue hombre de estudios y de trabajo de oficina, ahora va al conuco.
Yo nací en Santa Elena de Uairén, en 1959. Todavía no vivíamos aquí (en San Antonio del Morichal, una comunidad pemón localiza aproximadamente a 10 kilómetros de la frontera).
Los abuelos no vivían en un solo sitio sino en varios, dependiendo del lugar donde iban a trabajar, donde había cacería, donde había abundancia, donde había tierras fértiles.
Mi madre era del sector del Río Yuruaní y mi padre era del Kukenán.
Su comunidad y la frontera
En el año 1954, según la historia, vino el señor José Fernández con su familia de Santa Elena. Antes las misiones los reunieron ahí y les dieron su casa. Pero ellos buscaron la manera de salir para acá, buscando un sitio en donde cazar, sembrar.
Estando aquí, mandó a llamar a sus cuñaos, entre ellos mi papá. La primera comunidad la conformaron siete familias. En el año 1962 fue que nosotros nos mudamos a San Antonio. La comunidad era dispersa, había casas a uno o dos kilómetros, pero había la parte social, compartiendo todo lo que uno producía, la casería, el casabe, el kachirí (bebida típica).
Todo natural, casabe, farinha (harina de yuca), cambur. Eso era lo que se producía. Uno más que otro buscaba el azúcar y la sal. Criábamos pollos y había abundancia de cacería.
Todavía en ese tiempo no estaban los hermanos brasileños. Después, vinieron varios ciudadanos brasileños que son los que tenían unas casitas y eran como fazendeiros (hacendados). En el sitio que se llama Kawé, había como siete brasileros, que convivían tranquilamente y en paz con los hermanos de aquí, de la comunidad. Nosotros íbamos caminando, a caballo o a pie. Intercambiábamos productos tradicionales con ellos. Nos cambiaban con carne, con sal, con azúcar, con herramientas. No había vía para Boa Vista (capital del estado brasileño de Roraima). Mi papá viajaba a Boa Vista en caballo, una semana, a buscar sal, kerosene para alumbrar.
En el año 63, también, se abrió la vía, la carretera. Iban cambiando las cosas.
Pandemias de entonces
Yo pasé por una pandemia que se llamaba sarampión. Estuve a punto. En ese tiempo, había enfermeros, pero a tres horas de aquí caminando (en el pueblo de Santa Elena de Uairén).
Mi última hermana murió. Mi papá atendió el parto, cuando le cortó el ombligo, se le infectó. Yo tenía dos años, pero me acuerdo cuando íbamos por aquí (por el camino antiguo), en caballo con mi papá. Mi papá en caballo y mi mamá con el niño en brazos, caminando. Mi mamá le ponía trapitos aquí (sobre el ombligo), sangrando. Yo me volteaba.
A mi papá lo metieron preso, vino la Guardia. Entonces, creo que el juez explicó la situación al comandante: “El señor atendió a su esposa porque allá no hay enfermero, no hay nadie”.
La ida a Caracas
Yo abrí los ojos desde que entré en la escuela, en 1963. Nosotros fuimos los primeros alumnos de Hilda Fernández, la hija de José Fernández, mi tío.
En el año 1968 me llevaron para Caracas; mi tío José Fernández me llevó a estudiar. Cuando me fui de aquí yo no sabía nada de español. Era un colegio privado de los curas, donde estudiaba gente muy rica. El Colegio San Antonio de la Florida. Estuve 10 años ahí.
Chocaban a uno: “Eh, indio”. Una vez, casi negaba mi identidad porque en las películas de vaqueros los indígenas eran los malos. A mí me daba pena. Yo respondía: “Yo no soy indio”. En la medida que fui creciendo, decía “yo soy indígena”.
En tercer año, buscaron una excusa para sacarme. Me decían era: “Tú tienes que tener de 18 para arriba”. 17 era mi nota. Llamaron a mi tía monja. “Mira, tu sobrino no puede seguir porque tiene que tener buenas notas porque esta es una escuela privada”, le dijeron.
Dos años después, vino un padre que era mi representante legal. Llegó aquí, a la Catedral y me dijo: “Bueno, me da pena contigo, te pido disculpas por lo que hicimos” “¿Por qué padre?”, pregunté. “Cuando nosotros te sacamos, fue porque el director decía que, cuando los indígenas estudian, se van a volver contra nosotros”. Sentí el corazón, cogí rabia, pero me aguanté.
Y bueno, no terminé mi bachillerato, me vine para acá y seguí estudiando en Upata (capital del municipio Piar, del estado Bolívar). Llegué hasta quinto año, pero no me gradué. Por esto (frota las yemas de sus dedos, gesto del dinero). Mi papá no tenía condiciones. Ahí conocí a mi esposa y así pues (Es padre de cinco hijos).
Estuve 10 años en Caracas, después 10 años entre Upata y Bolívar, estudiando, trabajando, pero nunca me desconecté de mi comunidad. Yo no hablo mi idioma así fluido, como hablaba antes. Lo empato con castellano. Me quedé con ese errorcito.
Muchas veces, a mis nietos les da pena hablar en pemón (taurepán). Yo les digo: “tú ves a un chino, a un turco, a un español, ellos hablan su idioma y por qué nosotros, que estamos en nuestro territorio, por qué nos da pena”. No inculcamos esa enseñanza a nuestros nietos.
Concentrados y fragmentados
Cuando estaba el presidente Rafael Caldera (1968-1973), mi tío hizo una gestión, pidió viviendas que las culminó Carlos Andrés Pérez (1973-1978).
En el año 76 se empezaron a hacer estas viviendas, las primeras 30 para 30 familias. En ese tiempo se fundó la comunidad como tal, con viviendas del Gobierno, con sus servicios.
Al principio, los abuelos decían: “dónde prendo mi candela, dónde prendo para hacer mi tumá” porque todo era de piso. Una impresión fuerte, de vivir en una churuatica, con tu leña, con tu fuego, a meterte en una casa, porque nadie tenía cocina. Sintieron miedo de entrar en esas casas.
Comenzó una nueva etapa de nuestra vida y ahorita, que estamos juntos, que somos vecinos, a cinco, 10 metros, ni nos hablamos.
Yo siento, como si nos hubiéramos reunido en un corral, perdimos la libertad de estar en el espacio abierto. Para mí ha sido un punto como negativo. Hemos perdido muchas de nuestras costumbres. Ya no decimos “tumááá” al hermano. Yo estoy comiendo y cierro mi puerta.
Aparte ahorita, la mayoría de nuestras hijas tienen hijos con criollos y eso también va cambiando el sistema de vida del indígena, ya no piensan igual que nosotros.
Tres veces capitán
Cuando me escogieron por primera vez como capitán, en el año 93, estaba vivo el fundador de esta comunidad. Ese día lloré. Me pregunté, “¿Pero qué hago, cuál es mi función?”.
Al amanecer del día siguiente, vino mi tío, el padre de mi esposa y me empezó a explicar: “Primero y principal, te escogieron para capitán no es para ser bueno. Tú vas a ser el soporte de todos los problemas que hay en la comunidad. Tú tienes que tener una coraza en tu corazón. Si hablan mal de ti, por eso no le cojas rabia”. Mi tío estuvo 30 años como capitán.
Fui capitán cuatro veces. La más reciente entre 2008 a 2013. Aprendí mucho.
Lo sagrado profanado
Los abuelos siempre estaban conectados con lo que es el agua, para ellos es vida, la montaña, todo lo que nos rodea. Ahorita los jóvenes, inclusive yo, pueden haber estado en la mina. Ya no respetamos la naturaleza. Antes era sagrado.
No te digo que antes los indígenas no eran mineros, pero con mucho respeto a la madre naturaleza. Mi papá iba a la mina, agarraba un diamantico, compraba su azúcar, su fósforo, lo necesario. Esta es una cuestión que nos da la madre naturaleza, no por eso la podemos destruir.
Ha habido muchos cambios, a nivel de todos los capitanes, inclusive nosotros mismos. Estamos más por la parte de lo que no es indígena porque, supuestamente, queremos mejorar, pero a costa de qué, será de destruir nuestra tierra, nuestros ríos, nuestros suelos. Algún día, cuando pase el oro, a dónde vamos a ir, dónde vamos a sembrar.
No estamos viviendo mejor. Tú vas a las comunidades indígenas, mineras, donde se agarró kilos de oro y están igual o peor. Hay es prostitución, drogadicción, enfermedades, asesinato.
Muchas veces yo veo indígenas, allá, con maquinarias que no son de ellos. Han sido amenazados por los mismos dueños. Tú hipotecas tu tierra, prácticamente.
Muchas veces los capitanes generales se encierran en cuatro paredes con los generales. Los que se benefician son ellos. Aunque dicen que no, pero al final se ponen de acuerdo.
En mi concepto, lo que consigamos, debe ser para mejorar nuestra comunidad, que quede todo bonito y cada persona tenga también una conciencia tranquila, con su medio ambiente.
Yo creo que el efecto de la minería es que nosotros nos olvidamos de las cosas que tenemos que hacer como indígenas. Yo encuentro oro y al día siguiente, voy a comprar lo que me dé la gana. Hemos perdido un poquito el rumbo de lo que de verdad es la esencia indígena.
No se está comiendo. Si tú no produces el oro, pasas hambre ¿Por qué? Porque dejé de sembrar, prefiero a la mina y la mina es como una lotería.
Vuelvo y repito, mis padres iban a la mina, pero no eran mineros.
Tiempos de pandemia y trochas
Al principio, como estoy contando, en el año 2020, yo me enfermé (con Covid), estuve un mes en la cama, casi me muero en el CDI (Centro de Diagnóstico Integral de Santa Elena).
Después que se declaró que San Antonio estaba en cuarentena, no podíamos salir, nos metieron presos en nuestra propia casa, por seguridad, pero pasó un mes, dos meses. Ahí fue que empezó todo (los caminos tradicionales transformados en trochas, tráfico de gasolina, gas y alimentos). Llegó un momento que se nos escapó de las manos. Esto parecía una ciudad, somos como 600 personas y había más de mil y pico a diario, carros saliendo y entrando para Brasil.
Llegó un momento en que llegaron los sindicatos del Kilómetro 88 (miembros de las bandas armadas mineras). Menos mal que nos dimos cuenta, con nuestra seguridad. Le dijimos a la capitana (Engracia Fernández). Llamaron al comandante de la Guardia (GNB) y agarraron a tres en la alcabala. No dormíamos, pendientes de cualquier perro. Algunas gentes se beneficiaron, pero otros no. Fue como la mina: Conseguían, listo se acabó. Mañana, voy a cargar más gasolina.
Ahorita está bien porque volvimos a recobrar la tranquilidad.