A sus 73 años, Benedicta Asís sigue siendo misionera, parte de la Orden Franciscana Tercera y a veces, canta y baila. Kavanarú Pachí es el nombre de su grupo de baile y canto tradicionales y Utamotón eremuk (Cantos de mis abuelos) el disco del cual participó en 2003. Los cantos los aprendió de su papá, el piasán (medico tradicional) Cipriano Asís.
Yo nací fue en la Luna, bromea.
Yo nací en lo que llaman Wará Merú (el salto del río Wará). Mi mamá dio luz ahí en 1949. “Ese es mi sitio, donde botaron mi ombligo y donde sigo viviendo”, dijo Benedicta de Asís en una entrevista en 2010. De ahí, mi papá y mi mamá fueron a Sampay (al este), me llevaron cuando yo tenía un mes.
Eso es lo que me contaba mi viejo, Cipriano Asís.
Allá, mi papá hizo su casa, hicieron agricultura, sembraron plátanos, cambures. Ahí estuvimos, pero siempre vinimos aquí (a San José Wará, a la comunidad en donde vive actualmenye, cerca de donde del Terminal de Pasajeros). Cuando yo tenía dos años, me trajeron para Manak Krü, donde está la casa comunal ahorita, esa era nuestra casa y el padre Patricio la tumbó para hacer como un galpón de pilar arroz y maíz.
Mi mamá murió en 1953 cuando yo tenía cuatro años. No sé de qué murió, puede ser tuberculosis, ella tosía mucho. Yo andaba con mi padre porque yo lo agarré como mi mamá, mamá-papá. Tampoco mi papá me rechazaba. Mi papá me cargaba donde quiera.
Y ahí, cuando yo tenía siete años, mi hermana Rosa Benavides me llevó para San Antonio del Morichal (la comunidad indígena en la frontera con Brasil), para que cuidara de su hija. Después me cansé de ser niñera y dije: “hermana, yo me quiero regresar donde mi padre” “¿Cómo va a ser? Tú estás bien aquí”, me dijo. La verdad, me daban la comida, mi ropita, mi alpargata, el primer zapato que recibí, cónchale nuevecitas.
Después, mi tía me llevó por allá para Kukenán. Resulta ser que mi primo, en paz descanse, él venía de Caracas, con otra mentalidad. Me pegaba, no me dejaba jugar.
Cónchale, más vale que no, yo me puse a llorar. Allá, en el cerro, me senté en la piedra a llorar, hasta que después de una semana mi papá apareció. Ahí mismo empecé a recoger mis cosas.
Cuando yo era de 10 años para arriba, yo aprendí a danzar porque yo danzaba con ellos, me gustaba danzar. Yo no sé, cuando tocan ese pito de bambú pequeño, eso es lo que me encanta. Uhsss, uhsss, uhsss... Con mi papá, con mi tío, con otro tío, con los abuelos, de todo.
Bueno, no tanta cosa aprendí del canto, sólo un poquito, para sanar a las personas que tienen diarrea con calambre, diarrea crónica y cuando las niñas se asustaban. Mi papá sí sabía cantar.
“Uno (el piasán) se transforma a través del tabaco y el espíritu de uno sale y va corriendo por los cerros hasta donde están los mawarí y ahí recoge el espíritu de la persona enferma”, contó para una nota publicada en lascronicasdelafrontera.blogspot.com, en noviembre de 2010.
La llegada de los misioneros en la visión del abuelo
El abuelito de los Manila le decía a mi papá la visión, lo que veía: “Van a venir (los sacerdotes), a recogerlos a todos ustedes, los van a encerrar (en el internado), después, detrás de ellos, van a venir las mujeres (monjas), también para recoger las muchachas, para que sean mujeres de ustedes. Se casarán allí (en la Misión), saldrán juntos. “Ustedes se van a quedar estudiando. No van a venir más a verme”, decía el abuelo. Así fue.
Mientras que los muchachos estaban jugando en Agua Fría, apareció el avión. Mi papá corrió y dijo: “Abuelo, ya viene, kurún kanwán (avión, canoa de zamuro)”. “Ajá, eso es”, dijo.
Yo quería estar internada (con las monjas, en la Misión), pero mi papá dijo que no: “Esa es la única hija mía, por eso no la puedo dejar que se vaya internada”.
Rito de menstruación
Después mi papá se volvió a casar, nos fuimos para Paraitepuy.
Le decían a mi papá: “Bueno, la vamos a llevar a tu hija, para que me ayude allá”. Me llevaron para Monte Bello (Itowatá). Me pusieron un trabajo pesado. Ya tenía 14 años. Trabajé cargando caña, pasando morichal, lleno de charco hasta por aquí (sus muslos). Después, me mandaron a hacer kachirí. Ahí fue que me bajó el período (menstruación) y me guardaron.
“Le llegó su vejez”, me decían así las viejas. “Vamos agarrar tapara”, decían y agarraron la tapara de kachiri, de este tamaño y me brindaron. Yo les decía: “Ya está bueno”, pero qué va. Con el kachiri que yo hice empecé a vomitar. Después, me cortaron cabello, me pintaron con onoto toda mi cara y me acostaron.
Comía tres sardinitas, solamente el lomito. Mi tumá con kumachi, sin sal. La bebida era casabe mojao, sancochao, caliente. Mi periodo se quitó, después de dos días, pero yo tenía que estar guardada. Asaban bagre, que tanto que me gusta, pero no podía comer. Después de mes y medio, me bajaron del chinchorro. A las tres de la mañana, antes que se bajaran los gallos.
En ese mismo tiempo, empezaron las lluvias. “Los pescados van a subir, tenemos que pescar ¿Y ahora qué hacemos con ella?”, preguntaban. “No, van a echar tarén (soplos mágicos), para que los imawarí (seres fantásticos que habitan los cerros y las aguas) no nos vean”. Buuh, buuh. El viejito me echó tarén en mis cholas, en mi sombrero, que yo no puedo andar sin sombrero. Me metieron, en todo el medio de ellos. Ellos iban adelante y atrás. Así llegue a otra casa que tenían.
El fogoncito lo prendieron ahí. Traían unas yuquitas así de este tamañito, para mí, para yo rallar, para yo bañarme después. Yo rallaba, después yo lo guardaba así, en peloticas. Entonces, cuando tienes la masa así, ellos exprimen en sebucán, hacen casabe quemao. Yo cumplí todo eso.
Entonces, remojaron ese casabe en una tapara vieja, más o menos así y me mandaron a masticar. “Mastica eso, bien dulcito”, me dijeron. Yo lo mastiqué. Bueno estaba sabroso, fuerte. Cuando está fermentado, ya me bajaron. “Bájate hija”, me dijeron, al mediodía. “Bájate, ve a bañarte”, dijeron. En la orilla de la quebrada, con eso me lave todo, todo, todo.
A esta gorda (su nieta), sí la guardé cuando llegó el período. La guardé allí (en su habitación), para que esté allá, para que no mire a nadie. Igual, a Valeria (otra nieta). El cabello de Valeria está ahí. A esta otra nieta no la guardé porque estaba con su abuela (materna). La guardaron allá, en Pekaimerú.
Ahorita, las muchachas se desarrollan y no guardan nada. Por qué cree que dicen: “cónchale, tengo dolor de cabeza”. Porque ellas vieron a otros. Eso es lo que me decían: “No veas que viene un visitante”; “No veas atrás, sí viene el avión”; “No vea aquel cerro”. “Si va a caminar, camine con la cabeza pa’ abajo, con los ojos pa’ abajo”. Por eso nunca sufrí dolor de cabeza.
Paraitepuy, querían casarla
Me llevaron para Paraitepuy, me querían casar con un viejo (50 años) y 15 años tenía yo. Era familia del hermano de mi madrastra, con el hermano de ella querían que me casara. No quería a ese hombre, le decía que no, pero él seguía.
En diciembre, el padre Cesáreao de Armellada (misionero e investigador de la oralidad pemón) fue para Peraitepuy. El caminaba porque no había carretera (no existía la Troncal 10).
“¿Cuántos son los que se van a casar?”, preguntó. Este, este, este. Yo cerré mis ojos y pensé: “No, papá”, porque el padre Cesáreo Armellada me decía que él era mi abuelo, que mi papá era su hijo. “Ay abuelo, dígale que no”, pensaba. “Traiga la novia”, dijo él. Bueno, me agarraron de mis brazos y me llevaron allá, frente al padre. Él me vio, porque me conocía. Me decía aikó, aikó (cuidado, pobrecita). El padre dijo: “Esa es mi nieta, la hija de Cipriano. Ella no se va a casar con ese señor, ese está muy mayor”.
Me libró el padre Armellada.
Después, me vine. Yo estuve aquí, con el papá de esos muchachos (quien fuera en ese momento su marido). Pero no me casé enamorada, fue traición porque la mamá de su hijo menor murió dando a luz, entonces me tocó criarlo. Las hijas (luego sus hijastras) le dijeron, métete con la hija (de Cipriano, médico tradicional), para que se muera también, igual que se murió nuestra madre. Bueno, así me casé con él. Por eso es que no vivimos en armonía, ni felices ni nada. Yo ya tengo mis cinco hijos, puros varones. Quince años viví en matrimonio. Me separé de él por el maltrato que llevaba.
José Gregorio y el Covid
Casi me fui con el Covid. Me dio fiebre. No se me quitaba nada. Se me quitó el apetito. Me daba dolor aquí y aquí. Dolor de cabeza.
Me curé con mi médico espiritual. Le dije: “Doctor José Gregorio Hernández. Sáname. Inyéctame, para que se me quite esa fiebre”. Así fue, cuando ya empecé a dormir, yo sentí que me estaban puyando por aquí. Me dolió, me dolió, me dolió. Después, yo puse la mano así, masajeando y se me fue quitando.
Porque el doctor ‘ta vivo, cuando uno le pide. Y ahora, me voy a operar de la vista. Ya se me está apagando esto (señala sus ojos). Ya yo tengo velón ahí, yo necesito ver otra vez.
Cuando yo estaba derramando sangre, un mes y medio, el doctor me inyectó, se me quitó el derrame de sangre. Una maldad me hicieron. Desde ahí, mi doctor es José Gregorio Hernández.
“Tú no puedes entrar aquí”
No hay trabajo, no hay conuco, como antes, porque los muchachos todos se han ido para la mina, en vez de la agricultura. No es como antes, que se trabajaba en la siembra de casabe, kachirí, ahora nada de eso.
Eso fue desde comenzó 2001. Desde ahí, ha cambiado bastante. Mucha gente ha venido, muchos mineros por aquí. Gente que no son de aquí, que han venido de la ciudad. Ya nos tienen acorralados. Tan bien que estábamos bien libres. Ahorita no se puede ni dormir tranquilo.
Ya hay mucha gente. Desde aquí no se ve nada. Vaya por allá, sube por Kanayeutá, se ve puro criollo minero. “Ah, tú no puedes entrar aquí”, nos dicen. Así estamos.