Tiene 87 años y es la mamá abuela de Darcy Sánchez, la capitana de la comunidad de Manak Krü, donde vive desde que contrajo matrimonio a los 19. Forma parte del grupo de danza y canto Auchimpé tu'manunsan, Vayan alegres. Cuando llega la visita, apura el barrido del piso de tierra bajo el espacio techado que le sirve de cocina y coloca un mantel impecable sobre la mesa. Lo extiende con sus manos con una caricia. Con esas manos pescaba en el río Uairén y asaba el pescado o los cangrejos al fuego. Esas mismas aguas ahora están contaminadas.

Yo nací por ahí, en Brasil, en Santa Rosa, más allá de Boca da Mata, en el año 1935. Cumplí 87 años el 19 de abril. El día de la Independencia. 

Mi mamá sí era de aquí, de Roraima.  Eso es una belleza, el cerro se ve así, tan bonito, como esta pared y la gente pasa el río Kukenán, de ahí van caminando por la sabana, pasan un cerrito y bajan para allá. Después empiezan a subir el cerro ¡Ay Dios! y el agua baja, así como un cabello largo. Esa es la cabecera de Kukenán. Ahí vivieron nuestros abuelos. Qué recuerdos tan bonitos.

Llegó, como dicen, el fundador de la Gran Sabana, Lucas (Fernández) Peña -del que hablan tanto, pero no es fundador-. Él buscaba carga del lado brasilero de la frontera y ellos (los indígenas) tenían que traer telas, fósforos, sal y esas cosas. Y, como siempre, el indígena por nada se alegra. Entonces, mi mamá le dijo a su mamá: “Yo me voy mamá, a trabajar, a ver qué me dan, yo quiero ropa, yo quiero hilo para coser, lo que yo quiero me lo voy a ganar”.

Por ahí, el indígena (su padre makuxí, pemones que habitan en la frontera, al norte de Brasil y sureste de Guyana) se enamoró de ella, ¡pum!, le puso la barriga que soy yo. 

Después, llegamos más allá de Samá (el río divisor que drena hacia Brasil), donde están los federales (el punto de control Policía Federal Brasilera, actualmente conocido como La Balanza, sobre la carretera a Boa Vista). Ahí teníamos conuco. Mi mamá trabajaba bastante por nosotros, preparaba kachirí (bebida típica), hacía casabe (pan de yuca), sembraba, rajaba leña.

La comunidad eran como seis o siete casas. Nos llamaban para tomar kachirí, tomar ajicero (tumá, consomé típico, picante) y nosotros llevábamos una taparita de kachirí para donde nos estaban invitando. Sólo hablábamos los idiomas de uno (el taurepán y el makuxi), puro idioma.

Así fue mi historia, de pobreza, de andar sin zapatos, sin cholas (sandalias), los pies en el suelo. “Vámonos pal conuco”, decía mamá. Nos picaba caña, una hoja de cambur y nos hacía sentar.

Mi padrastro iba a pescar, traía cacería, pava, cochino, danto. Comíamos bastante. Mi mamá lo pasaba por el fuego para que no se dañara. Lo que nos gustaba más era chigüire. Eso era ñam, ñam, ñam, la manteca y nosotros limpiándonos (estruja sus dedos contra la falda del vestido). Mamá se ponía brava. “Cómo se va lavar la ropa de ustedes, si no tenemos jabón”.

Yo era, un animalito pues. Como yo no sabía nada, nada, nada. 

Mi mamá se juntó con un hombre, no vamos a decir que se casó. Primero tuvo a Martina, después tuvo otra que ya murió y después, cuando estaba pariendo otra, se murió. “No la vimos, porque yo estaba aquí en la misión. Me dijeron que era una hembra”. Se le dilató la matriz, no pudo salir, parece que había tomado el agua. Ahí (en Samá) sepultaron mi mamá.

La Misión

Una vez yo le dije: “Mamá, yo quiero ir a ver las monjas”. “Para dónde”, me dijo. “Para Santa Elena, a la misión, porque mis primas dicen que las hermanas quieren indígenas pemones para que vayan a estudiar”.

Cuando vinieron mis tíos, papás de las primas mías, mi mamá se pegó con ellos. ‘Yo me voy para Santa Elena, voy a ver qué quiere esta muchacha”, dijo. Caminamos un día completo desde allá, desde Samá. Todavía no existía ni San Antonio (del Morichal, la comunidad entre Santa Elena de Uairén y Pacaraima), nada de casas, pura sabana, monte.

Ahí yo fui con las primas a la Iglesia, al rosario. Me gustó como cantaban, rezaban. Yo con un vestidito que me hizo mi mamá “¿Tú no tienes ropa?, me dijeron, no importa”. 

Entonces le dije: “Me voy a quedar, mamá”. Era el 9 de enero de 1945. Mi mamá se puso a llorar. 

Mi mamá se llamaba Margarita Rodríguez. En Brasil, yo me llamo Cecilia Rodríguez y aquí (Venezuela) Cecilia Delgado Rodríguez. El Delgado me lo puso el reverendo padre Diego porque yo era flaquita, feíta, parecía una lombriz. Me da pena decirlo; la gente se pone a reír.  

Para mí era bueno el internado por la educación. Gracias a Dios, a pesar de los castigos. Si uno llegaba a contestar, eso tenía un castigo: Hincarse ahí y pasar una hora. Hablábamos en el idioma de nosotros, pero, a veces, lo prohibían. Enseñaban a bordar, tejer, repujar, hacer ojal, hilvanar, escribir. Ahorita, estoy escribiendo feo porque me pongo a temblar.

Nos enseñaban a hacer las cosas del hogar: “Hagan limpieza”, nos decían. “Que no vayan a decir, ‘mira, esa fue educada por las monjas, pero ella es una cochina’. Algún día llega una gente, se meten a tu rancho, ven todo sucio, eso no es educación”, decían.

La hermana me decía “tú vas a ser artista”. Yo cantaba en la Iglesia, pero al fin no fui nada.

Cuando yo estaba en la Misión, murió mi madre, en 1946. Ella siempre venía a visitarme, como cada mes, pero esa vez vino mi tío. Le dijo a la monja que mi mamá se había muerto. “Mamá no existe, dijo él, mamá murió de parto”. Más nunca vi a mi madre, me quedé sola.

El matrimonio

El padre Diego (José Valdarena) les preguntaba a los muchachos, “cuál muchacha te gusta”. Entonces los muchachos decían: “Fulana”.

Eran cinco: él (Jesús González), el que fue mi marido, Mauricio, Paulo Suárez, Genaro Pizarro y el compadre Laudelino (todos indígenas, estudiantes del internado de varones), cada uno iba a visitar a una muchacha. Yo fui la primera que recibió visita.

A las tres semanas volvió y así. Nos casamos el 21 de marzo del año 1954. Primero por lo civil y luego por la Iglesia. Nos casó el padre Diego. Teníamos un conuquito, que nos habían hecho los curas. Tuve 12 hijos y también un aborto. Los tiempos aquellos nadie iba para el médico.

Mi hija, la mayorcita y la vecina me ayudaban y cuando la vecina estaba teniendo un hijo, yo iba a ayudarla. Después, apareció una partera que se llamaba Anita. Uno tenía que avisarle cuando los partos duraban mucho. Pero normalmente, yo tenía un banquito, de esos que hacen los indígenas, de madera, uno se sentaba, se arrodillaba y pujaba. Una persona tenía que estar aquí (sujetando a la parturienta por los hombros) para que uno se defendiera y con esa fuerza, salía el bebé. 

De los 12, se han muerto tres: la mayor, la mamá de la capitana, con 21 años, se ahogó en el salto San Valentín; la niña, de tres años, murió de soplo de corazón y el que murió en 2014, con 41 años. “Me duele mucho la cabeza”, me dijo. No sé qué remedio le pondrían en el hospital.

Manak Kru y LFP

Lucas Fernández Peña vino aquí desde Guayana. Como él dijo que era médico, el papá de la indígena se la entregó y como la mujer era indígena, de San Rafael, él trajo cuatro ganados y cuatro caballos y se instaló donde están ellos ahora (en la calle Urdaneta de Santa Elena, cerca de la Catedral y del Vicariato del Caroní). Como eso estaba cerca del agua, a él le gustó. 

Qué fundador va a ser él. Ahí, donde está la curva, vivía un señor llamado Ambrosio. Ahí, en Akurimá, vivía un poco de gente. Llegaron ahí los primeros curas.

Andábamos por esos ríos (el Uairén y sus afluentes). Sin miedo. Mientras que el agua estaba bajita, metiendo la mano entre los palos podridos. Aquí hay un pez. Agarrábamos cangrejos, los sacábamos y nos sentábamos a prender fuego. Era tan bonito. Ahorita, el agua está fea, llena de basura, perros, hasta zumban personas.

Nos dicen que los indígenas somos cochinos, pero donde hace su casa el indígena, donde corre el agua, el indio no hace pupú. 

La mina

Nunca al indio le gustaba ni ir a la mina. Hay algunos que no conocían ni oro ni diamante. Yo llegué a saber de oro aquí en la casa (en Manak Kru). Los abuelos nunca supieron qué era el oro. Mientras viví por San Ignacio, donde mi suegro, nadie nos hablaba de oro, ni mina, ni nada. 

Ahora fue que se alborotó esa mina, cuando llegaron los criollos a quedarse por aquí, por ejemplo, en Ikabarú. Cuando yo estaba todavía con mamá, por Campo Grande, yo escuchaba que decían, se van pa’ la mina, A Faísca (en portugués La Centella). 

Ahoritica son los indios que van a las minas, ya aprendieron. Cuando dicen: “No hay oro”. Yo digo: “¿Qué, acaso que es sembrado? Mi nieto dice “Abuela no hay oro”. “¿Dónde lo sembraste? ¿Dónde lo enterraste? En vez de buscar oro, siembra yuca, yuca dulce u ocumo. Ahí sí, tú vas, lo sacas y traes bastante cosa. Pero oro, de dónde, quién lo sembró”, así le digo. 

La tradición y la política

Los caciques reunían a la gente, tomaban kachirí, repartían cacería, cada quien, en un plato. No en la mesa, en el suelo. Y el casabe, en un bicho de manare. Repartían dos pedazos de chácharo, dos pedazos de lapa, dos pedazos de danto. Acérquense, traigan kachirí, traigan ajicero. Ahorita, esa costumbre no existe. Uno come como un criollo, cada quien en su casa. 

Ahora, las comunidades indígenas son distintas. “Ella (su hija nieta Darcy Sánchez, capitana de Manak Krü) no trabaja con política y yo sí estoy con los políticos”, dicen algunas comunidades. Son como enemigas. Por eso es que aquí no estamos bien, andamos como apartados (divididos). 

La catarata y el viaje a Cuba

Tengo catarata en mi ojo derecho. Por eso es que me llora mucho. El doctor allá en Cuba, cuando me fuimos a operarme la vista, me dijo: “Ay señora, tu tienes principio de catarata”. Fui a Cuba a limpiar mis ojos. La mayoría de la gente de aquí fue, hasta los criollos. Eso fue el año 2005. Mi hijo se negó. “Nos van a poner ciegos”, dijo. Nos operaron, nos taparon primero un ojo y al día siguiente el otro. Veía bien, después que me operaron también seguí viendo bien. Pero algunos se quedaron ciegos. Por ejemplo, la señora Amalia, que murió ciega.