Los líderes indígenas aseguran que las comunidades quieren tomar justicia por sus manos. La invasión de tierras, en los alrededores y en el interior de sus territorios en el sur de Bolívar, se intensificó durante la pandemia. Los grupos armados ejercen control e introducen armas y drogas. Amenazan de forma directa. Ningún cuerpo de seguridad frena la arremetida. Se sienten solos en una guerra diaria.
El capitán indígena no sentía miedo. Cecilio Bigott, un pemón de piel trigueña de 50 años apenas electo autoridad comunitaria en julio de 2021, era apuntado por 25 hombres armados a plena luz del día en el Kilómetro 27 de la Troncal 10, en las tierras de la comunidad indígena San Antonio de Roscio, en el municipio Sifontes al sur de Bolívar, dentro de los linderos del Arco Minero del Orinoco.
“Uno se tiene que morir”, dice Alejandro Lezama, otro líder indígena de la comunidad. Es el espíritu guerrero del indígena, agrega, pero los indígenas no tenían cómo defenderse. William apuntaba al capitán a corta distancia y solo le tembló el pulso cuando Bigott lo conminó a disparar. Su esposa lo acompañaba. El pistolero bajó el arma. Amenazó con abusar de la vicecapitana, pero el intento de apretar el gatillo se disipó. Al menos por ese momento.
Miembros de la capitanía intentaban mediar en un conflicto comunitario en el nuevo agitado tramo comercial del caserío, al que ha llegado la acción de grupos armados sedientos de oro. “Por eso me enfrenté, no tenía miedo. Andaba con mi seguridad, mi familia, la junta directiva, con Dios”, insiste.
Bigott —de mirada seria y hablar pausado— muestra en su teléfono celular, sin cobertura en estas entrañas profundas de Bolívar, un mapa con líneas rectas que se encuentran y delimitan las tierras de San Antonio de Roscio. Pese a la deuda en la demarcación, establecida en la Constitución de 1999, las comunidades indígenas saben con precisión los límites de sus territorios. Esos trazos son una certeza de las tierras que ancestralmente les pertenecen.
Hasta hace algunos años sus territorios parecían infinitos. La capa verde se extendía más allá de lo que sus ojos podían ver. Pero esa línea fronteriza invisible se mueve cada vez más hacia el centro, en la medida en que los grupos criminales avanzan. Es como si al dueño de una enorme propiedad de 20 habitaciones, le fueran despojando día tras día, mes tras mes, año tras año, un cuarto y luego otro y luego otro y luego otro… hasta dejarlo confinado en un pequeño espacio sin control de lo que alguna vez le perteneció.
Y eso que alguna vez le perteneció, pero ahora está dominado por grupos armados, era parte elemental de su vida y memoria: el espacio para cazar, para pescar, para sembrar, actividades tradicionales que se debilitan voluntaria e involuntariamente. “¿Cómo llegaron? No sabemos. De repente vinieron siendo unos simples mineros. Ahora son una organización poderosa, que ya nos hemos dado cuenta que a veces el gobierno —duele decirlo— tiene nexos con ellos y por eso es tan difícil erradicarlos. Son crudas realidades que a veces le decimos y yo sé que el gobierno se ofende”, observa el capitán pemón.
En la comunidad no hay señal telefónica para avisar de las amenazas al momento. Tampoco hay estación policial y en las comunidades temen que, aún si la hubiera, no cesaría la presión de los grupos armados. Bigott recuerda que cuando sufrió la agresión, uniformados de la Guardia Nacional Bolivariana transitaron por la vía y nada hicieron.
San Antonio de Roscio es una comunidad indígena pemón ubicada entre el Kilómetro 24 y 41 de la Troncal 10, que conecta a Venezuela con el norte de Brasil. Los ancestros la fundaron hace 60 años. Su capitán recuerda que siempre fue una comunidad tranquila. Él, oriundo de Kamarata en el municipio Gran Sabana, llegó con sus padres cuando apenas tenía dos años. Allí aprendió a pescar, cazar y sembrar. Pero esa imagen de la infancia mutó profundamente en la última década y, de forma más severa, en los últimos dos años, tanto que no es la misma realidad que ahora viven sus tres nietos.
La incursión de grupos armados empezó por zonas mineras de la periferia hace una década y actualmente están a escasos kilómetros de la comunidad, en la que habitan cerca de dos mil personas, de acuerdo con los censos locales.
Con el mapa en mano, Bigott precisa que están acorralados. Lo han convencido los recorridos, hechos y evidencias acumulados durante sus ocho años como seguridad indígena, rol que desempeñó antes de ser elegido capitán.
El “sindicato” del “Negro Fabio”, el “pran” que controla desde más de una década los yacimientos auríferos en El Dorado, domina —al oeste— la zona fluvial por el río Cuyuní y una porción de la jurisdicción de San Antonio, en donde está ubicada la mina Sanpollo. La capitanía reconoce que permitieron que operaran en el yacimiento porque estaba distante de la comunidad, “pero ahora se vienen acercando porque a medida que van explotando la tierra, se les está acabando el terreno y se vienen acercando más y nos están acorralando”.
Al sur, están cercados por el sindicato de “Juancho” que domina Las Claritas y el Kilómetro 88 y, al este, identifican a un delincuente llamado Álvaro, que presumen responde al grupo armado de “Juancho”.
Los grupos armados no se conforman con las minas que ya controlan las periferias del territorio indígena. Quieren ahora penetrar a los yacimientos custodiados y operados por la propia comunidad, que defiende el derecho de explotar la tierra como medida de autogestión. “¿Qué les preocupa a ellos ahora? Agarrar las minas que tiene la comunidad, que están custodiadas por nosotros y que administramos nosotros para la autogestión de la comunidad, para hacer gobierno, para darle un incentivo a los docentes, a los médicos”, sostiene Lezama.
Si bien no han llegado a las minas explotadas por la comunidad indígena, la invasión de tierras sí se ha hecho evidente en pleno centro de San Antonio de Roscio, en ambos márgenes del Kilómetro 24 al 34. Allí, personas no indígenas instalaron comercios y tarantines. Tomaron la zona durante 2020 y 2021, en plena pandemia. En el tramo, repleto de negocios de toda índole y conocido ahora como “Los Kilómetros”, los grupos armados cobran coimas. Desde el vendedor de café hasta el comerciante de gasolina por litro, incluso traída de contrabando de Guyana, está bajo el dominio de los grupos armados, aseguran. El control lo ostenta William, el mismo que apuntó a Bigott junto a otros 25 hombres, que responden al sindicato de “Juancho”.
Cerca del “centro comercial”, como le llaman, están tierra adentro las minas Sanpollo, La Lira, León y San Jaime. No hay plantas procesadoras de material aurífero, sino minas a cielo abierto y molinos.
El capitán de San Antonio de Roscio recuerda que hace un par de décadas había presencia minera, pero no violencia. Han llegado al punto de dudar de sus propias acciones. En un mea culpa, reflexionan sobre si han sido permisivos frente a los foráneos que han entrado en su territorio. Las consecuencias hasta ahora se pierden de vista. Los grupos armados cobran vacunas, explotan al minero y reprimen; los comerciantes ambulantes han introducido drogas a la comunidad; los precios de los alimentos han subido por las coimas que cobran los criminales; y no sería una sorpresa que niños y jóvenes se encuentren con hombres armados.
En su afán por expandirse y ampliar el control, los criminales han querido negociar. En San Antonio no se han reunido; se niegan a hacerlo. “Cuando ha habido situaciones de atropello, siempre se ha confrontado, ‘manténgase en su límite, respétenos’, no ha sido de sentarnos a negociar, sino de mantener la tranquilidad, pero nunca de hablar de convenios o negocios porque son grupos irregulares. Podemos hablar con los ministros, las alcaldías y las gobernaciones, porque son instituciones establecidas, pero ¿qué hago yo hablando con grupos irregulares?, las comunidades indígenas no están para hacer ese tipo de alianzas”, dijo Lezama.
En los mapas oficiales del Arco Minero del Orinoco, no hay identificación de comunidades indígenas ni caseríos ni poblados. Los grandes bloques en verde degradado solo muestran minerales por explotar: oro, cuarzo y granito, en el caso del bloque 4 Josefa Camejo en donde se ubica ese tramo sur integrado por los municipios Roscio, El Callao y Sifontes.
La instauración del Arco Minero del Orinoco, megaproyecto que lesiona la integridad cultural, social y económica de los pueblos originarios, no contempló la información y consulta previa a las comunidades indígenas sobre el aprovechamiento de los recursos naturales en sus hábitats por parte del Estado, tal como está cimentado en el artículo 120 de la Constitución venezolana.
Los conflictos por el control de yacimientos se han avivado en los últimos dos años y las comunidades que por años han habitado al sur de Bolívar, ausentes en la cartografía oficial, han sido las más perjudicadas. Es mucho más lo que no ha trascendido a la prensa, pero resalta en febrero de 2021 la invasión de tierras de la comunidad San Luis de Morichal por parte de grupos irregulares en el río Chicanán.
Un hecho ocurrido a inicios de 2022 confirma las amenazas sobre los pueblos originarios y la escalada de la violencia. El conflicto ocurrió en una comunidad vecina a San Antonio de Roscio.
Durante cinco años hubo disputas en torno a la ocupación de un galpón —en el Kilómetro 82 de la Troncal 10 en tierras de la comunidad indígena Santa Lucía de Inaway— abandonado hace más de 30 años. Habitantes de Sororopan, Inaway, San Miguel, Araima Tepui y Joboshirima, próximas al inmueble, decidieron ocuparlo para instalar una venta comunitaria.
La vía de tierra frente al galpón de bloques de gran dimensión, a pocos metros de la carretera principal, conduce a un muro, un portón y una suerte de alcabala informal. El punto de control ilegal es un “mecate”, como los grupos armados llaman al puesto de vigilancia. Allí, el sindicato de “Juancho” vigila quién entra y sale del yacimiento minero de la zona, cobra coimas por el traslado de oro e insumos, impone castigos y dirime problemas a su manera.
“Antes los indígenas pasaban por allí porque eran sus trochas para ir al río Cuyuní, para pescar, pero ahorita no pueden hacer eso porque no los dejan pasar. Hay lagunas allí atrás y las están trabajando, también hay empresas allí atrás en el sector Mesones. El control lo tiene ‘el viejo Darwin’”, dijo un indígena.
Para impedir que las comunidades indígenas ocuparan el galpón, el grupo armado hizo que los consejos comunales lo ocuparan primero y que, además, actuaran como sus voceros. Son un apéndice, afirman los aborígenes. “Usan al pueblo como escudo”.
El capitán de Joboshirima, Junior Francis, llegó a las 11:42 de la mañana del 12 de enero de 2022 al terreno en el que está ubicado el galpón. Indígenas de la cercana comunidad indígena Inaway pidieron apoyo porque estaban tomando la infraestructura. Francis no sabía con exactitud qué ocurría, pero se trasladó con seis jóvenes de su comunidad al punto del conflicto, al que ya habían llegado miembros de la seguridad comunitaria indígena.
Joboshirima es una comunidad principalmente del pueblo arawaco pero con presencia de indígenas pemón y caribe. El nombre en enormes letras está en la explanada central del caserío en la Troncal 10, a poco más de 10 kilómetros de la localidad minera Las Claritas.
En el terreno estaban dos miembros del sindicato de “Juancho”, apodados “el Causa” y “Yorman”. Portaban armas largas. Por la comunidad indígena, había principalmente mujeres y miembros de la seguridad indígena. Los hombres abordaron tres camionetas que salieron de la vía de acceso cercana al galpón. Disparaban al aire. Estaba en pleno el alto mando criminal: “Juancho”, “Humbertico” y “el viejo Darwin” o “Johan Petrica”, fundador del Tren de Aragua, uno de los grupos criminales más poderosos de Venezuela.
Los impactos lo paralizaron. “Están matando a los hermanos”, pensó Francis. En ese momento, reaccionó, agarró el teléfono y empezó a tomar fotos. “Yorman” corrió a quitarle el equipo. “Me metí el teléfono en el bóxer y el tipo —en lo que me levanté— me dio el golpe y me reventó la nariz”. Dos miembros de la seguridad indígena de Santa Lucía de Inaway también fueron agredidos.
Los indígenas buscaron a la Guardia Nacional. Había pasado el tiroteo, pero querían tumbar el punto de control de los grupos criminales. No pudieron. Los hombres estaban armados y habían cerrado el portón. Sin reserva alguna, apuntaron a los militares con fusiles. “Nos vamos a echar plomo”, les dijeron.
“Ya rompieron la barrera, si eso le hubiese pasado a un jefe de ellos… Se lo dije a Juancho, si hubiera pasado esto a uno de los líderes, ‘¿qué hubieras hecho?’ no hubiera terminado así, fuera una masacre. Y nosotros con todo y eso hemos llamado al diálogo para dejar las cosas en paz”, dijo un indígena que presenció el conflicto.
Para los líderes indígenas, los grupos armados sí están presentes en el mapa oficial minero. “El gobierno no nos respalda a nosotros. Ellos (grupos armados) dicen que tienen el respaldo y delante de los ojos de todos, el gobierno es el que los está levantando porque de dónde consiguen armamento, ¿qué hace la Guardia? ¿qué hace la policía? ¿qué hace el Sebin cuando están metidos allá? Deben estar ‘comiendo’ (beneficiándose) allí. Para que un grupo de personas se mantenga en el poder, debe estar alimentando a los de arriba, porque ¿cómo te mantienes allí?”, relató un dirigente indígena.
El grupo armado obligó a cerrar los comercios de Las Claritas, coincidieron fuentes consultadas. A los mineros que estaban en yacimientos a cielo abierto los montaron en vehículos y los llevaron en camionetas hasta el terreno del galpón. Decenas de personas también llegaron a los alrededores del galpón, empujados por los consejos comunales. Los mantuvieron allí sin descanso.
La tranca detuvo por seis días, a ambos lados de la carretera, vehículos particulares y de transporte de pasajeros que se mueven desde y hacia la frontera con Brasil. En redes sociales se multiplicaban los pedidos de ayuda de personas de la tercera edad, mujeres y niños. Los habitantes de Las Claritas denunciaron que se quedaban sin alimentos por la interrupción del paso.
Los seis días de cierre de la Troncal 10 cesaron la tarde del 17 de enero de 2022, luego de una reunión en la que participó el gobernador de Bolívar, Ángel Marcano. En el encuentro se decidió que el galpón en disputa quedaría bajo la potestad de la Gobernación y la custodia de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. También se anunció la instalación de mesas de trabajo para buscar solución al conflicto y analizar los problemas en el sector.
Son las tres de la tarde del miércoles 26 de enero de 2022. La frondosidad de los árboles mitiga el calor a las afueras de la Escuela Integral Pemón Samarayi, en lo profundo de la comunidad indígena San Miguel de Betania en el Kilómetro 67 de la Troncal 10 del sur de Bolívar. En el patio han dispuesto una hilera de mesas para servir la comida. El silencio profundo se quiebra a ratos con el ronquido de las motos que van y vienen.
En una de las aulas principales, 19 capitanes de las 22 comunidades indígenas del municipio Sifontes, representantes de los pueblos pemón, arawaco, kariña y akawayo que conforman tres ejes: fronterizo (Esequibo), carretero (Troncal 10) y fluvial (ríos Yuruán, Cuyuní y Chicanán), se reúnen con funcionarios de la Gobernación de Bolívar. El punto más importante de la discusión es la violencia y la invasión de tierras. La meta es diseñar un plan de desalojo de los grupos armados de los territorios indígenas.
Por el gobierno, participan el secretario de Seguridad Ciudadana, Edgar Colina Reyes; y representantes del Ministerio Público y la Zona Operativa de Defensa Integral (ZODI). Horas y horas no llevan a nada. No hay conclusiones, salvo la promesa de reunirse nuevamente en 15 días y una vez al mes para revisar avances.
Pero no es la primera vez que exponen la situación. La presencia de grupos armados en territorios indígenas inició en 2007. Desde entonces al menos siete órganos estatales y de seguridad han recibido las denuncias de las comunidades indígenas del sur de Bolívar: Cancillería, Comando Estratégico Operacional de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (Ceofanb), Defensoría del Pueblo, Fiscalía, Gobernación de Bolívar, Región Estratégica de Defensa Integral (REDI) y ZODI. Ninguna ha actuado hasta ahora, advierte el capitán general del sector Cuyuní IV, Luis Miranda.
¿Qué quieren? ¿que nos armemos también? ¿cuál es la función de ustedes? ¿qué están haciendo? ¿qué respuesta nos están dando?
El silencio y la inercia han dado paso a la violencia. Entre 2016 y 2019, de acuerdo con los cálculos de la capitanía, grupos armados han asesinado a seis indígenas en San Antonio de Roscio y dos en San Luis de Morichal, pero también Santa Lucía de Inaway, Joboshirima y San Martín de Turumbán están afectadas por la presencia de grupos armados.
“Parte de las minas están tomadas, pero hay minas más cercanas a las comunidades de las cuales quieren tomar el control y a eso le está haciendo frente la comunidad a través de su seguridad comunal y sectorial y solicitando al Estado que haga algo antes de que pase a mayores, ese es el punto de exigencia, reclamando un derecho constitucional”.
Tres asesinatos de indígenas aún estremecen a San Antonio de Roscio. La comunidad lleva registro. El primero fue el de Domingo Pérez, un pemón de 25 años dueño de motores hidráulicos. Querían invadir su terreno; se negó y lo emboscaron. “En presencia de la esposa lo capturaron, lo llevaron a un sitio y después de dos horas ella lo encontró muerto, desnudo y torturado. Vimos el cuerpo, después de matarlo lo llevaron a una comunidad vecina. Fue la primera tragedia”, cuentan habitantes de San Antonio.
La segunda fue la desaparición y asesinato de Oscar Meya. Aunque era de San Luis de Morichal, tenía familiares en San Antonio. Un grupo armado lo capturó, lo torturó y desapareció. Su cuerpo no ha aparecido aún. Sus familiares dudan que aparezca. El tercer caso es el de Anthony Martínez. Se trasladaba en una lancha por el río Chicanán con miembros de la seguridad indígena. Fueron emboscados y tiroteados. “Hasta el sol de ahora no supimos qué pasó con Anthony. Cómo quisiéramos sentarnos alguna vez para preguntar qué le hicieron”.
La contaminación de las aguas, la proliferación de la malaria e, incluso, la migración han sido otras consecuencias generadas por la expansión de la minería y la invasión de tierras. Los líderes indígenas coinciden en que las comunidades quieren tomar justicia por sus propias manos “y nosotros como líderes estamos tratando de llevar la paz para que eso no suceda, porque sabemos las consecuencias que puede traer eso. Todavía estamos dando un voto de confianza al Estado para que haga su trabajo, pero ganas de confrontar no le hace falta a nuestra gente al ver que el Estado no hace su trabajo”.
“Si algo llega a pasar y ocurre un enfrentamiento entre estos grupos armados y las comunidades indígenas y es una masacre, ¿a quién van a ver delante de los ojos internacionales como el malo?, porque hemos hecho lo posible por informar a las instituciones competentes para que tomen acciones pero no lo están haciendo”, reiteran.
Las denuncias han sido con nombre y apellido, pues los forasteros —convertidos ya en gobiernos paralelos— tienen más de una década de actuación. Nadie revisa los reclamos ni hay detenidos entre los señalados por las comunidades indígenas por invadir sus territorios, agredir y asesinar.
"La amenaza sigue, pero no voy a hacer negocios con ellos. Me andan buscando, pero no me voy a entregar tan fácil. Voy a seguir luchando"