En lo profundo del Arco Minero del Orinoco, el oro brilla solo para unos pocos. La mayoría de los atraídos por la promesa dorada sufren el rigor del trabajo esclavo, la violencia de los grupos armados y la interrupción constante o la ausencia total de servicios públicos como la luz y el agua, cuyo deterioro se ha acentuado por la sobrepoblación. La vía principal ha sido destruida por el paso constante de camiones, pero —aún con las dificultades de acceso— los campamentos improvisados y las invasiones se abren paso tras la tala de árboles de la Amazonía venezolana.
En pleno centro de El Dorado, construcciones rudimentarias de viviendas y negocios bordean lo que parece una súper autopista diseñada para una gran ciudad. Pero solo lo parece por el ancho de la vía, en la que perfectamente entrarían cuatro canales de circulación de vehículos. El tramo de tierra y huecos lunares es una polvareda constante, debido al tráfico de carros y motos. El espacio era la pista del aeropuerto de la localidad minera, en el municipio Sifontes, pero la explosión demográfica generada por la explotación de oro en el Arco Minero del Orinoco la convirtió en una invasión, una más de las decenas que se han instalado veloces en los últimos dos años en puntos tan inauditos como una pista aérea así como en medio de la selva.
“Aquí quedaba la pista y a los lados había áreas verdes, pero lo invadieron. Las avionetas del gobierno y de las compañías aterrizaban allí. Incluso llegaba ‘la vaca sagrada’, el avión que traía los presos para la cárcel de El Dorado, cerca del pueblo. El gobierno dice que lo va a recuperar, pero ya son construcciones grandes”, explicó un habitante de la localidad minera, que pidió mantener su nombre en reserva por seguridad. La invasión inició hace cuatro años, estiman, y solo ha ido en crecimiento. Imágenes satelitales de Google Earth Pro dan cuenta de la desaparición de los trazos verdes en las márgenes del aeropuerto.
Luego de que el expresidente Hugo Chávez nacionalizara la industria del oro en 2011 y su sucesor Nicolás Maduro creara el Arco Minero del Orinoco cinco años después, la llegada de trabajadores al sur de Venezuela no se detuvo. Aunque el objetivo del Arco Minero era reordenar la extracción minera e invitar a multinacionales a explorar uno de los depósitos de oro más grandes del mundo, el colapso de la economía hizo de los calurosos yacimientos auríferos un suelo fértil para el arribo de mano de obra proveniente de todo el país.
La migración ocurrió incluso desde centros poblados cercanos como Ciudad Guayana, la principal urbe del sur de Venezuela, concebida como la alternativa económica no petrolera del país. El descalabro productivo de las industrias de metales ubicadas en la margen sur del río Orinoco, llevó a trabajadores —antes con salarios y beneficios contractuales envidiables— a migrar a las minas en busca de sustento económico.
Con ese objetivo llegaron cientos de personas de regiones cercanas y distantes en busca del enigmático dorado: hombres, mujeres y niños. Incluso profesionales dispuestos a dejar sus carreras universitarias para escarbar en la tierra. Pero las zonas mineras no estaban preparadas para tal avalancha. Estudios socioeconómicos como la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), que tiene el análisis diferenciado por estados más actualizado, mostraron en 2020 que los municipios mineros tienen los peores indicadores en cuanto a pobreza, nutrición, salud y acceso a servicios públicos en Bolívar. Sifontes es el municipio con peores condiciones de vida en Bolívar con índices en el rango “muy malo”; 81,6% de su población vive en inseguridad alimentaria moderada y severa.
Luego de que el expresidente Hugo Chávez nacionalizara la industria del oro en 2011 y su sucesor Nicolás Maduro creara el Arco Minero del Orinoco cinco años después, la llegada de trabajadores al sur de Venezuela no se detuvo. Aunque el objetivo del Arco Minero era reordenar la extracción minera e invitar a multinacionales a explorar uno de los depósitos de oro más grandes del mundo, el colapso de la economía hizo de los calurosos yacimientos auríferos un suelo fértil para el arribo de mano de obra proveniente de todo el país.
La migración ocurrió incluso desde centros poblados cercanos como Ciudad Guayana, la principal urbe del sur de Venezuela, concebida como la alternativa económica no petrolera del país. El descalabro productivo de las industrias de metales ubicadas en la margen sur del río Orinoco, llevó a trabajadores —antes con salarios y beneficios contractuales envidiables— a migrar a las minas en busca de sustento económico.
Con ese objetivo llegaron cientos de personas de regiones cercanas y distantes en busca del enigmático dorado: hombres, mujeres y niños. Incluso profesionales dispuestos a dejar sus carreras universitarias para escarbar en la tierra. Pero las zonas mineras no estaban preparadas para tal avalancha. Estudios socioeconómicos como la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), que tiene el análisis diferenciado por estados más actualizado, mostraron en 2020 que los municipios mineros tienen los peores indicadores en cuanto a pobreza, nutrición, salud y acceso a servicios públicos en Bolívar. Sifontes es el municipio con peores condiciones de vida en Bolívar con índices en el rango “muy malo”; 81,6% de su población vive en inseguridad alimentaria moderada y severa.
Una de las manifestaciones de la oleada, aunque no la única, es la ocupación ilegal de terrenos que se repite en todo el sur del estado Bolívar, el más extenso en superficie de la Amazonía venezolana. La explosión demográfica no tuvo freno durante la pandemia de COVID-19. Comparado con inicios de 2020, meses antes de la declaratoria de pandemia, la tala de árboles para la construcción es más evidente y en esos huecos en medio del manto verde amazónico, es común que la mirada choque con troncos seccionados e invasores que levantan barracas maltrechas con palos y techos de plástico. Se evidencia a lo largo de la Troncal 10, que conecta a Venezuela con Brasil; en comunidades indígenas como San Antonio de Roscio cuyo centro ha sido invadido por tarantines comerciales controlados por grupos armados y en el laberinto minero en las profundidades de Las Claritas en donde las barracas se levantan sin control próximas a grandes socavones color barro en donde explotan oro día y noche.
En la parte trasera del colegio Fe y Alegría de El Dorado, los terrenos que estaban proyectados para una escuela técnica agropecuaria fueron invadidos hace siete años. “La fuente económica predominante en El Dorado siempre ha sido la minería, pero por la situación país y la crisis económica se fue poblando, poblando, poblando y llenando de invasiones”, explicó una maestra de la institución, cuyo nombre se mantiene en reserva por seguridad.
En el colegio, la demanda de cupos ha tenido picos inusuales debido a la llegada de foráneos que vienen a sumarse a las tropas mineras. La mayoría de los grados estuvieron copados este año. Los nuevos mineros trabajan en las minas Payapal y Los Arenales o en Panamá y Mochila, a las que se llega por vía fluvial. Solo en esta última mina, a seis horas de distancia en lancha desde El Dorado, hay 140 niños sin estudiar, de acuerdo con el censo del consejo comunal.
El aumento de la población en localidades en las que la gestión gubernamental está casi ausente ha significado el colapso de los ya deteriorados servicios públicos. A principios de año, pasaban hasta cuatro días sin luz en El Dorado y hay zonas residenciales en las que tienen hasta tres años sin servicio de agua por tuberías. “Las instalaciones eléctricas están obsoletas. Los invasores se pegan de las líneas y se queman los transformadores”.
Un enclave minero sobrepoblado
Lisbeth Lara, una apureña de 37 años, vende café en la plaza Bolívar de El Callao. En su tierra natal, trabajaba como cajera en un abasto, pero hace dos años decidió viajar a las minas para trabajar y enviar dinero a su familia. Empezó como cocinera en un yacimiento cercano al pueblo, pero pronto vio que la vida allí no era tan “fácil” como le comentaron. “Es un trabajo duro, prácticamente sin horarios. Gano más que antes, pero se vive muy mal también. Me ha dado paludismo como tres veces. Es un sacrificio. Mucha gente llega, prueba y se va y no vuelve”, afirma.
Otros permanecen. “Es demasiada gente que llega por sobrevivencia, buscando una gramita (de oro), un dinerito para sobrevivir, pero son familias enteras”, asegura un activista social de Guasipati, en el municipio Roscio, quien ha visto crecer los operativos de donación de sopas a personas de bajos recursos de una olla para 30 personas a 14 ollas para dos mil personas en plena pandemia.
Un trabajador de una estatal del aluminio de Ciudad Guayana, con 20 años de antigüedad en la industria, ha compensado el deterioro de su salario con trabajos intermitentes en compañías mineras de los municipios El Callao y Sifontes. “Cuando los contratos colectivos desaparecieron, los salarios se volvieron nada. Por eso decidí trabajar en el sur, porque varios compañeros ya lo hacían”, contó. Durante la pandemia, el técnico de mantenimiento no fue incluido en el plan de contingencia de la estatal, por lo que fue enviado a casa con un salario base. “No me iba a quedar en la casa sin hacer nada, así que lo mismo que hacía en la empresa lo hago ahora en una minera”, dijo.
No hay precisión de cuántos nuevos habitantes han llegado a los municipios del sur de Bolívar en los últimos años. Pero al menos en El Callao, municipio vecino de Sifontes, la población actual dista de las estimaciones oficiales. De acuerdo con el censo 2011 del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), el último que se hizo en Venezuela, la población local es de 22 mil habitantes.
Sin embargo, según las autoridades municipales, la población alcanza los 80 mil habitantes repartidos en zonas residenciales tradicionales y al menos 21 nuevas invasiones levantadas en los últimos cuatro años, lo que implica 263% de crecimiento demográfico. El sector de Nacupay, en donde se levanta el complejo de procesamiento de oro Domingo Sifontes, es el que tiene mayor número de invasiones. “Viene mucha gente del centro del país que exige electricidad, vialidad, vivienda, agua, salud que la alcaldía no puede atender. El gobierno no calculó el impacto social que el Arco Minero traía para estos municipios. Esto tiene que ser coordinado y planificado y no tenemos nada de eso. Aquí lo que hay es una gran injusticia social, el impacto lo pagamos nosotros", aseguró el alcalde de El Callao, Coromoto Lugo, quien ha desempeñado el cargo durante cinco periodos no consecutivos.
Lugo asegura que no puede quedarse callado. Que sería irresponsable voltear la mirada a la crisis del municipio, pese a los riesgos implícitos que las denuncias pueden generar. “Es una gran apertura minera pero que no deja nada al municipio. Todo para fuera, pero acá no se ven beneficios”, añadió. “Una economía injusta que no se traduce en lo social”, dijo.
Cuesta creer cómo un municipio como El Callao, con 39 plantas procesadoras de oro, 1.200 molinos y 600 compras de oro, según un censo local, padezca el colapso de sus servicios. Pero ocurre. Las calles tanto dentro como las que conducen a otros municipios cercanos están destrozadas. El hospital carece de especialistas. No hay tratamiento del agua que consume la población, ni suministro por tuberías y cuando falla la electricidad, solo las grandes plantas procesadoras quedan alumbradas cual cocuyos en medio de la noche.
Lugo precisa que de 40 mil hectáreas que tiene el municipio, 38 mil fueron entregadas en el 2018 a la Corporación Venezolana de Minería (CVM) para su explotación. Ocurrió durante la gestión gubernamental anterior. Estima que del municipio salen “por encimita” 3 mil kilos de oro mensuales. No se opone a la explotación minera, pues sostiene que esa es la principal actividad económica del sur de Bolívar, pero pide que las operaciones sean coordinadas con la autoridad local y generen beneficios a la población.
“La CVM está obligada a crear un Fondo Social, para cuidar el impacto ambiental y mejorar los servicios y eso no lo hemos visto”, dijo. Las industrias mineras consignan 35% de su producción a la CVM y un 5% debería ser aportado al Fondo Social para obras en el municipio, precisó.
La creación del Fondo Social Minero está establecida en el Decreto Nº 2.165 con Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica que Reserva al Estado las Actividades de Exploración y Explotación del Oro y demás Minerales Estratégicos, publicado en la Gaceta Oficial extraordinaria Nº 6.210 del 30 de diciembre de 2015. El objetivo, indica el artículo 42, es garantizar los recursos para el desarrollo social de las comunidades aledañas a las operaciones mineras.
“Estamos trabajando en diferentes áreas para asegurar el buen vivir del pueblo minero, sobre todo en el tema de salud, la educación; por eso hemos creado recientemente el Fondo Social Minero”, dijo el entonces ministro de Desarrollo Minero Ecológico, Víctor Cano, en diciembre de 2017. “Para que la vida de los mineros sea digna, para que podamos construir las viviendas, escuelas, CDI (ambulatorios), aldeas universitarias, la vialidad, estamos empezando a llamar a los empresarios mineros, pero también tienen que aportar los mineros organizados, quienes serán los que dirán sus verdaderas necesidades”, aseguró cinco meses antes quien le precedió en el cargo, Jorge Arreaza, durante la activación del mecanismo.
Pero tras seis años de publicación del decreto, no hay información pública sobre los ingresos del Fondo Social provenientes de operaciones estatales, empresas mixtas y alianzas estratégicas.
El “boom” que corrompió la cotidianidad local
La actividad minera tiene décadas de ejecución en los municipios del sur de Bolívar. Desde el punto de vista corporativo, la estatal CVG Minerven llevó al menos hasta 2011 las riendas de la extracción aurífera, aunque eso no impidió que en paralelo las operaciones ilegales se mantuvieran y expandieran en todo el sur de Venezuela. Los planes estatales para frenar la minería ilegal y reconvertir a los mineros fracasaron. Y, en un giro de tuerca, grupos armados penetraron los yacimientos con aval oficial y la dinámica minera se amplió de tal manera que podría decirse que en el sur del país, la forma de vivir es totalmente distinta.
Hombres y mujeres que han migrado a localidades como El Dorado, Las Claritas o el Kilómetro 88 han tenido que adaptarse a una nueva economía con un esquema de precios en milésimas, puntos y gramos de oro, desconocido en el resto del país. Es una suerte de sistema financiero con base en el metal precioso inventado en las zonas mineras, que se fortaleció y expandió durante la pandemia de la COVID-19.
No es un mecanismo extendido en todo el estado, sino con intensidad en municipios mineros como Sifontes, donde los productos en abastos, restaurantes y todo tipo de establecimientos formales se transan bajo esta modalidad. El salario mínimo legal de $16 al mes es un chiste en la cotidianidad minera.
De esta forma, una hora de conexión con wifi cuesta 0,02 gramos de oro; un almuerzo, 0,06 gramos; un colchón, 2 gramos, y cuatro cervezas, un punto de oro que equivale a 0,1 gramos del metal.
En los supermercados, los precios son expresados en oro y hay cajas habilitadas solamente para el pago con el metal precioso. Cuentan con una balanza para pesarlo, herramientas para hacer el corte e, incluso, sopletes para calentar el oro y verificar que sea real. En el proceso de quemado, el mercurio con el que fue amalgamado el metal se evapora, contamina y enferma de forma silente.
El combustible, que abunda en la Troncal 10 que cruza los municipios mineros, se comercializa a 0,6 milésimas de oro, el equivalente a 2,7 dólares, un monto que suele variar dependiendo del precio del metal. La oferta también tiene una variante respecto al resto del país: el combustible, con un intenso color rojo que asemeja a la gaseosa dulce con sabor a tutti-frutti, es envasado artesanalmente en botellas de refresco de diversos tamaños. Es traficado de forma ilegal desde Guyana y se consigue en el municipio Sifontes principalmente. No es casual, pues este es fronterizo con el territorio Esequibo.
Además de esta economía “dorada” con oferta atípica, es habitual hacer transacciones en bolívares en efectivo, una operación que —incluso— en las ciudades de Bolívar es poco usual debido a la escasez de papel moneda. Las distorsiones creadas por la dinámica minera complican la vida de asalariados como docentes o funcionarios públicos, que reciben sus deteriorados salarios a través de depósitos en cuentas bancarias. En Roscio, El Callao y Sifontes, los tres municipios al sur de Bolívar que hacen parte del Arco Minero del Orinoco, no es habitual el uso de puntos de venta o transferencias porque la infraestructura bancaria es débil o inexistente y la señal de telecomunicaciones es pobre o ausente en zonas como el Km 88, Las Claritas y El Dorado.
El desempeño económico está estrechamente vinculado a la producción de oro. En Tumeremo, municipio Sifontes, las ventas del sector comercio han descendido en el último año. La ocupación hotelera, que para el gremio comercial es un termómetro, también ha bajado. Erick Leiva, dirigente empresarial y expresidente de la Cámara de Comercio de Sifontes, atribuye la baja en el movimiento comercial a un declive de la producción aurífera. Presume que esta tendencia se debe a la inseguridad en las minas por la presencia de grupos armados y al constante cobro de vacunas a los mineros. “Todo lo que genere ganancia lo controlan los colectivos dentro de la mina”.
La situación ha generado un nivel de indigencia que no veían hace años. “Hemos visto jóvenes, niños, adolescentes, personas mayores mendigando en las calles, mendigando comida, pidiendo que les regalen algo, escarbando en la basura. No son de Tumeremo y es preocupante, la desidia en la que estamos cayendo, la decadencia social. Nosotros tenemos la actividad minera y es la que había hecho que esto no sucediera. Al menguar (la actividad minera), vemos estas situaciones”, sostuvo.
En El Callao, la constitución de empresas mixtas y alianzas estratégicas para explotar el Arco Minero del Orinoco ha generado el desplazamiento de mineros de zonas tradicionales de explotación. La práctica estatal ha pisoteado la supuesta inclusión, dignificación y regularización que aspiraba el megaproyecto estatal con mecanismos como el Registro Único Minero y las Brigadas Mineras.
“Esta apertura no ha beneficiado el desarrollo sustentable del municipio porque la pequeña minería se siente desplazada. Esto se lo han entregado a las grandes empresas y el minero tradicional se siente relegado, atropellado y eso ha traído consecuencias sociales en El Callao”, señaló el alcalde Coromoto Lugo. Algunas minas como La Increíble antes abiertas a los pequeños mineros están siendo entregadas a las alianzas estratégicas, denunció.
El presidente de la Cámara de Comercio de El Callao, Ceferino Chacín, sostiene que las grandes empresas "no mueven nada ya" porque no aportan para el desarrollo social ni adquieren insumos ni servicios en la localidad. “Deben darle concesiones mineras a los mineros, que son los que movilizan la economía. Los mineros de a pie, el artesanal, autóctono, el tradicional que siempre ha trabajado en la minería. Esos son los que verdaderamente mueven los municipios del sur, los que tienen que comprar comida en esos municipios, para que los municipios salgan adelante y las alcaldías puedan cobrar sus impuestos”.
“Esas plantas no están invirtiendo en el municipio las riquezas que extraen dentro del propio municipio. Así como se llevan el oro fuera de la región, deberían estar invirtiendo acá. Se ve mal que te estés llevando el oro y no estés dejando nada para el pueblo. En El Callao no queremos terminar como El Pao", dijo, en alusión a la localidad del municipio Piar de Bolívar que quedó en el olvido tras intensas explotaciones de mineral de hierro durante 40 años.
El temor se revive con la falta de respuestas a los problemas. Durante la pandemia, 700 líneas telefónicas de la estatal Cantv estuvieron caídas. La luz se iba hasta tres veces al día y, como en otros pueblos, tienen cuatro años sin servicio de agua por tuberías, un componente que las plantas procesadoras de oro y los molinos requieren en abundancia. “En la pandemia trabajábamos cuatro horas al día, muchos negocios se fueron a la quiebra. Un 40% cerró en la pandemia y no han vuelto a abrir”, destacó.
“No dejamos de preguntarnos el por qué del deterioro si hay tanta explotación aurífera. ¿Por qué no se ha invertido en servicios, telefonía, agua, luz? No hay ninguna mejora de servicios pero sí se registra mayor consumo de luz, por ejemplo. Si no le haces inversión a esto, ¿qué podemos esperar?”, añadió.
En la localidad minera El Dorado, por ejemplo, es el sindicato del “Negro Fabio” —remoquete de Fabio Enrique González Isaza, cabecilla de una de las bandas criminales que opera en el municipio Sifontes— el que se ha encargado de contener el malestar social. No solo controla los yacimientos, sino que recupera áreas comunes del pueblo, dona insumos médicos y deportivos, construye o refacciona escuelas y ambulatorios médicos y resuelve los principales problemas de servicios públicos. Se ha convertido en una suerte de referencia para los más jóvenes. Procura que los niños no lo vean armado. Se reúne con autoridades locales y enviados gubernamentales; e “imparte justicia” a quienes roban o violan. Pero hay problemas que no puede frenar: el aumento del consumo de drogas y la prostitución. “Hay muchachitas que han desertado y se van a las minas a prostituirse, niñas de 13, 14 y 15 años”, señaló una docente.
Eumelys Moya, coordinadora del Centro de Derechos Humanos de la UCAB Guayana, sostiene que la violencia en las zonas mineras de Bolívar es estructural y que la prostitución se ejerce también por supervivencia y como una forma para conseguir alimentos, lo cual es considerado una forma de esclavitud moderna.
“Esa violencia estructural es una constante”“Esa violencia estructural es una constante”
Hasta los resquicios culturales están en riesgo. En El Callao, la mayoría de los 200 talleres de orfebrería que había en la localidad han cerrado. Los que quedan se cuentan con los dedos de una mano. Han migrado a la minería o trabajan con plata, contradictoriamente, en el corazón aurífero del país.
Gremios empresariales han intentado promover otros sectores productivos: granjas multipropósito; producción de alimentos para ganado; rutas de turismo; instalación de plantas pasteurizadoras de lácteos; cultivos no tradicionales de café, cacao y papas en zonas elevadas. Pero en un contexto no solo de minería descontrolada sino también de violencia, con el aumento de secuestros y amenazas, hay un consenso: “Mientras haya inseguridad no vamos a generar nada”.