EMILIA CASTRO

La primera capitana Pemón que soñaba ser maestra y lideresa desde niña

EMILIA CASTRO

La primera capitana Pemón que soñaba ser maestra y lideresa desde niña

La primera mujer Pemón en asumir una Capitanía en la Gran Sabana tiene claridad de propósito y la determinación que el liderazgo requiere. Aunque los problemas de su comunidad le ocupan buena parte de su tiempo, no deja de atender ni a su familia ni a sus gallinas, loros y perros. Mantiene los pies sobre la tierra. 

Emilia Castro tenía nueve años cuando -por primera vez- se imaginó saliendo de su comunidad, para estudiar, y luego volver para enseñar a los suyos.  Soñaba con  liderar junto a ellos la construcción de lo que se necesitaba, es decir todo, desde el acueducto hasta las casas ¡Qué poderosa! Jamás había viajado a la ciudad y en la Gran Sabana, en los años 50, no había carretera ni electricidad. Quince años después, esta mujer de baja estatura -no más de 1,45 centímetros y calzado número 34- mirada vivaz y fluidas palabras, se convirtió en la primera maestra de San Rafael de Kamoirán. Meses más tarde, en 1973, fue elegida como la primera mujer capitana de su comunidad y a la vuelta de dos décadas, como la única mujer que ha sido capitana general sectorial de este pueblo indígena. En el caso de Emilia, omitir su signo zodiacal sería un desacierto, pues para ella la astrología permite entender el carácter. 

Emilia nació el 28 de marzo de 1949 en la zona de Ochi, cerca de la frontera venezolana con Guyana, pero fue llevada inmediatamente a Kamoirán, la comunidad de su familia, localizada a 142 kilómetros de Santa Elena de Uairén. Es  la primera de 13 hermanos de padre y madre. De su papá, apenas menciona que fue “un mujeriego”, de su madre habla constantemente: “fue una santa, murió un jueves santo”, “Rezaba, tenía fe”, “fue maestra ad honorem”, “sembraba”. Recuerda con nitidez el instante en que se hizo consciente de lo que quería ser y hacer en la vida: “Tenía nueve años, yo iba con mi mamá para el conuco, con un guayarito, por el lado derecho de ida hacia Kamoirán, el sol me molestaba y pensaba, “yo quisiera salir a la civilización y volver acá a enseñar a mi gente”. Casi puede vérsele, andando la sabana y el bosque, sudando bajo el sol y refrescándose bajo la sombra, de blusa y falda de confección artesanal, cabellos largos, negros y lacios y una cesta pequeña con asas sobre su espalda, vacía de ida para traer de vuelta yuca, cambures, ocumo o piña tal vez. 

“Lo primero es conocerse a uno mismo”, expresa.  Se enorgullece tanto de aquella claridad que la guió, casi desde siempre, desde que era una niña, como de cada uno de los logros alcanzados. Sin embargo, ahora lamenta no haber aprendido más las labores del campo y las tareas tradicionales. Se refiere a la preparación de las bebidas, del kachirí, del parakarí y del kumachí, el picante de los pemón. Aprendió sí, las primeras letras en casa, junto a su madre, quien hacía de maestra ad honorem para sus hijos y sobrinos, pero después ingresó interna al colegio para niñas de Kavanayén, la comunidad principal del Sector V del Pueblo Indígena Pemón, aproximadamente a 30 kilómetros de Kamoirán, en línea recta, si se recorriera una pica o a 91 por la carretera, que entonces no existía. Luego, a los 14, fue escogida, junto a otras cuatro estudiantes, para ir a Caracas, al Internado San Francisco de Asís para continuar formándose.

Retrato de Emilia a los 25 años de edad

Retrato de Emilia a los 25 años de edad

Emilia y sus compañeras salieron de Kavanayén, en 1963, en la avioneta que entregaba los víveres y otros insumos a la Misión Capuchina, que ya para ese momento funcionaba en esa comunidad. Aproximadamente dos horas más tarde, aterrizaron en Caracas. “Uuuuy, eso era para mí muy distinto, una cosa que no me sentía bien, el agua salada, todo encerrado. Me costaba expresarme”, relata a propósito de aquel primer contacto con la ciudad. “Hasta ahora, no aprendí a expresarme completamente en castellano”, dice en cuanto a su dominio del español. El internado estaba ubicado en la avenida Baralt, en el centro de Caracas. Si se portaban bien, salían con las monjas. “Cuando salíamos a pasear, veía los ranchitos y pensaba ¿Será que todos son indígenas?” La angustia que le provocó esa imagen (la ranchería caraqueña, posiblemente habitada por paisanos) fue tan fuerte que aún baja la voz, hasta el susurro y abre los ojos en un gesto que va de la zozobra al susto. 

“Se me cumplió lo que yo quería, yo fui por mi propia iniciativa y volví para enseñar a mi gente”

Al culminar su tercer año de bachillerato, en 1973, le propusieron ser docente de San Rafael de Kamoirán, aceptó el cargo y regresó. Sin embargo, mientras trabajaba, continuó su mejoramiento profesional y se graduó de maestra. “Se me cumplió lo que yo quería, yo fui por mi propia iniciativa y volví para enseñar a mi gente”, expresa y sonríe con satisfacción. Fue la primera maestra titular de San Rafael Kamoirán y, poco después, fue escogida como la primera mujer capitana. “Yo era la única que asistía a las reuniones, con una ropita”, recuerda. Con el diminutivo seguramente quiere decir sencilla, humilde, pero clara con respecto al objetivo: “Trabajar en función del beneficio de las comunidades, sin pensar en robar, tenía que tener primero amor al prójimo, querer a la gente, tener compasión”, expresa. Con esos principios, que, para ella, al igual que la vocación de servicio, vienen de Dios, se enfocó en ser la voz de su comunidad, de sus necesidades: una escuela, un ambulatorio, una maestra, una enfermera, viviendas y un acueducto que acercara el agua del río hasta el asentamiento. Ahora, casi siempre, por no decir siempre, viste de pantalón, blusa estampada y calzado de escaso tacón. Sus uñas son cortas, bien moldeadas y pintadas. Tiene el cabello entrecano y quisiera frotar su cuero cabelludo con aürosá, especie de espinaca silvestre o ají, para que salga negro.

A los 28 años, ya era capitana y maestra, pero aun así su papá le dijo “se va,” cuando ella le comunicó que había decidido casarse con un tuponken, un vocablo pemón que se traduce “con ropa”, en alusión a una persona no indígena. Entre los pemón aún se cree que, al casarse con un no indígena, el nativo abre paso a un extraño y a sus familiares, exponiendo así el territorio, es decir la casa común. Ella conoció a (José Manuel) “Rodríguez” (así se refirió siempre a su marido) en la estación de la Corporación Venezolana de Guayana (CVG) localizada en la zona de Parupa, sobre la vía que lleva a Kavanayén. Él fue asignado al lugar para transmitir a los indígenas nociones agrícolas. Emilia, desoyendo las advertencias de su padre, se casó con él “porque era un hombre tranquilo”. De esa unión, que duró 44 años, nacieron dos hijos: Cherry (44) y Laidys (42). Cherry es actualmente el capitán de la comunidad de Kamoirán. “Rodriguez” murió en agosto de 2020. Fue sepultado en pandemia, sin velorio. En la antesala de la Catedral de Santa Elena, sólo estaban los más cercanos. Ella lloraba en silencio y sin descomponerse. En sus palabras, un rito que apenas duró minutos, el sacerdote expresó el afecto y respeto de los Capuchinos por Emilia y su familia.

A pesar de sus ocupaciones como lideresa, Emilia no deja de atender su hogar en San Rafael de Kamoirán

A pesar de sus ocupaciones como lideresa, Emilia no deja de atender su hogar en San Rafael de Kamoirán

En 1983, cuando comenzaron a pasar las gandolas de madera, desde Brasil, rumbo a la Isla de Margarita, Emilia se percató de que permanecían días en las picas y se le ocurrió abrir un kiosco a un lado de la vía de tierra, cerca del río Kamoirán. Cuenta que lo hizo sobre todo para ayudar a sus cuatro hermanas. Comenzaron ofreciendo lo mínimo, café y algo de comida. El negocio prosperó porque eso, precisamente, era lo que los viajeros necesitaban. Entonces, también se dio cuenta de que necesitaban gasolina. A finales de los 80, cuando las cuadrillas asfaltaban la vía, llegó a la zona el presidente de Deltaven (de apellido Castro Pimentel, según recuerda), ella le comentó que tenía un pequeño negocio y que allí llegaba mucha gente pidiendo combustible. El gerente, de inmediato, le propuso que iniciara los trámites para la instalación de una gasolinera y ella lo hizo. Así nacieron el restaurante, la estación de servicio y el hospedaje turístico Rápidos de Kamoirán, propiedad de Emilia y su familia. 

“Yo pedí esa bomba para los tuponkenes y fue pensando en todo el mundo”, comenta para descartar las versiones de quienes sugieren que solicitó una bomba de combustible para la comunidad indígena y se apropió de ella. “Negativo”, afirma. Con el boom de la Gran Sabana como destino turístico, Rápidos Kamoirán pasó a ser la primera parada obligada de aquellos que ingresaban por la Troncal 10 e igual de quienes salían. Gasolina, buen café, 36 habitaciones, baños limpios, espacio para acampar y excelente comida. Un negocio de carretera atendido por la pareja, sus hijos, nietos, sobrinos y otros familiares, un sitio muy transitado y sencillo, pero hecho con gracia, en piedras, detalles en madera, bonitos jardines y al lado del río. “Yo soy buena comerciante y gracias a mi esposo, que era muy trabajador y sabía trabajar”, explica. “No es malo tener plata, pero compartir cuando hay personas que no han podido surgir es importante”. De su negocio, explica, sacaba dinero para las movilizaciones y diligencias de su comunidad, para las celebraciones, como el día de la Madre y la Navidad, pero además los paisanos (y algunos no indígenas, viejos habitantes de la Sabana) tenían en el lugar la oportunidad de vender sus productos artesanales -collares, pulseras, tortas, picantes, franelas - a los turistas, de forma que la bonanza beneficiaba a muchos.

“Me fascinaba, me fue todo bien porque cuando a ti te gusta un trabajo lo haces con alegría”, comenta con respecto aquel ajetreo diario entre sus labores de madre y esposa, hija, maestra, capitana y empresaria.

Ya en los 90, cuando estaba a punto de completar sus 20 años de ejercicio docente en el medio rural, Emilia fue designada como la primera (y por lo pronto la única) capitana general (del Sector V-Kavanayén) del Pueblo Indígenas Pemón. “Somos hombres, nosotros somos capitanes sin saber”, habría dicho Carlos Figueroa, un líder Pemón de conocida trayectoria, al proponer a Emilia como la persona ideal para ocupar un cargo para el cual se había educado, y formado, a partir de su experiencia como capitana de la comunidad de San Rafael de Kamoirán. Además, en esos días fue también concejal, con el respaldo de la Causa R, el partido de Andrés Velásquez, a quien aún considera como un hijo. La concejalía no le gustó porque, mientras se esforzaba en financiar de su dinero sus traslados, comidas y pernoctas fuera de casa, en función del interés público, los demás con frecuencia sólo pensaban en su salario. La acusaban de no preocuparse por el dinero porque no le hacía falta. “Pero, por tener sensibilidad, todo te preocupa”, dice ella descartando esa idea simple de que es necesario no tener nada para conectar con los desprovistos. “No me volví a lanzar para hablar tonterías”.

“Me fascinaba, me fue todo bien porque cuando a ti te gusta un trabajo lo haces con alegría”, comenta con respecto aquel ajetreo diario entre sus labores de madre y esposa, hija, maestra, capitana y empresaria. En ese tiempo, se hacía la permanente. A veces, se le hacía de noche mientras regresaba sola, manejando, desde Puerto Ordaz, localizada a 443 kilómetros de los Rápidos. Se recuerda a la una de la mañana, sola, cruzando la Sierra de Lema, después de asistir a reuniones de trabajo. “Nunca se me espichó ni un caucho”. 

Eso sí, insiste, ni en reuniones, ni en fiestas, ni por estrés, jamás consumió alcohol. “Una capitana, un capitán es un educador y tiene que ser ejemplo, aconsejar, levantar, para eso es una capitana y si es madre mejor todavía”, recalca. De los líderes y lideresas de hoy en día le inquieta  lo común que se ha hecho deshonestidad, la politiquería, la desunión. También le preocupa la minería, la destrucción y que sus paisanos están abandonando el trabajo del campo. “El oro no nos va a levantar cuando esté todo contaminado”. Aun quisiera conformar un grupo de mujeres, lideresas, honestas, trabajadoras para caminar juntas por los Pemón.

Pequeño altar montado cerca de la biblioteca y escritorio en casa de Emilia

Pequeño altar montado cerca de la biblioteca y escritorio en casa de Emilia

Corre 2021 y Rápidos de Kamoirán, el negocio de los Rodríguez Castro, permanece cerrado. La planta eléctrica de la que se sirven todas las instalaciones está apagada por falta de gasoil. El negocio, como tantos otros de la zona, sobrellevó la caída estrepitosa del turismo, pero no pudo con la escasez casi absoluta de combustible que afecta a esta frontera.  “Solo está trabajando la bodeguita”, un local pequeño en el que antes se vendía café de máquina y golosinas y en donde ahora se ofrecen también otros víveres básicos. La familia se vio obligada a vender algunos bienes y piensan en una alternativa. 

Emilia Castro (72) se refugia en su casa de Santa Elena de Uairén, la capital municipal, a 145 kilómetros de los Rápidos por la Troncal 10, la vía asfaltada que conecta a esta frontera con el resto del país. Se levanta con los primeros cantos del gallo, entre las 4:00 y las 5:00. Seguramente, dedica esas primeras horas del día a la oración y con certeza -al salir de la cama- a la atención de su docena de gallinas, de los pájaros -cuatro aves agapornis, un loro verde llamado Roberto- cuatro perros (Lambucia, Negro, Domi y Capitán) y cuatro morrocoyes. 

Emilia coloca una gota de edulcorante en su café con leche, más de una le resulta demasiado. Es diabética desde los 39. Atribuye su diabetes a la herencia. Su mamá también padeció la enfermedad. Desayuna sobre las 9:00 am. Su hija le lleva a la mesa un sándwich y café, mientras la mayor de sus nietas (Emily) le acerca el tratamiento y sus vitaminas. Se controla una semana con fármacos y la siguiente con diente de león, una planta silvestre. Deja la mitad del sándwich.  “Yo lo que como es casabe, tumá. Ayer comimos tumá de pescado”. Aun cuando almuercen pasta con carne o pescado frito, el almuerzo de los Rodríguez Castro siempre gira alrededor del tumá. Aunque sobre la mesa hay Kumachí, con y sin bachacos, ella confiesa que dejó de comer los insectos cuando se dio cuenta de que compartían cueva con las serpientes. “Yo soy del monte, pero no me gustan los sapos ni las culebras”. 

“Este sitio para mí es sagrado, dice mientras se asoma a través del enorme ventanal con vista a la Gran Sabana, lo tengo como un sitio de meditación. Kamoirán está bien para negocios, pero allá me lleno de cosas muy pesadas”.

Sentada en un extremo de la larga mesa ovalada, Emilia Castro apenas aproxima sus pies al suelo. Mira a la Gran Sabana y comenta que, aunque nunca le gustó Santa Elena, siempre le llamó la atención hacer su casa en el sitio en donde se encuentra ahora: al sur de la ciudad, mirando hacia el norte ¡Qué poderosa! Ya en ese entonces, mientras entraba a la ciudad, viniendo desde Kamoirán, miraba esas sabanas, sobre las montañas alrededor de la Piedra Kanaima, y se sentía atraída, aunque sabía que hasta allá no había carretera. La ciudad fue creciendo y ella no desperdició el momento de comprar en ese lugar alto y con vista. Ocurrió hace poco más de 10 años. “Este sitio para mí es sagrado, dice mientras se asoma a través del enorme ventanal con vista a la Gran Sabana, lo tengo como un sitio de meditación. Kamoirán está bien para negocios, pero allá me lleno de cosas muy pesadas”. Cuando el cielo se despeja, desde la ventana superior de la casa de dos pisos se ve la cadena oriental de tepuyes. En la casa, enorme, viven Emilia y los suyos. Los sobrinos que se encargaban del mantenimiento, del jardín, de los frutales y de los animales se fueron a la mina porque la tía ya no lograba pagarles por su trabajo. En realidad, no son sus sobrinos por consanguinidad, pero si por trato, explica: “los indígenas nos tratamos así, de tíos, tías y sobrinos”.  

Entre el comedor y las habitaciones se encuentra un espacio que sirve de biblioteca, sala de televisión y escritorio. Una fotografía enmarcada devela a Emilia a sus 25: bella, de cabellos largos, negros y lisos. En los estantes, hechos de madera, se ubican de izquierda a derecha varios ejemplares de la Biblia y otros libros católicos y una variedad de libros de conocimiento espiritual. Al azar, salen de entre los estantes El hombre que se convirtió en Dios, de Gerald Messadié; Espiritualidad y Masonería, de Jorge E. Sanguinetti; El cuerpo vital y el cuerpo de deseos, de la Fraternidad Rosacruz; La doctrina secreta, de Helena P. Blavaisky. “Primero esto y después esto, dice ella señalando inicialmente la biblia y después lo demás, porque si no la persona se confunde”. La misma lógica aplica en el altar: “Primero Jesucristo (a la izquierda) y después José Gregorio Hernández a la derecha porque para llegar a él (a JGH) hay que pedirle permiso a él (a Jesús)”. En la base de aquella pluralidad literaria, de creencias y pensamientos, Emilia atesora una serie de enciclopedias médicas en donde corrobora la utilidad y contraindicaciones de los medicamentos. Tan sólo en Dios cree ciegamente. “Yo lo amo, de verdad, si tienes fe, él lo hace todo, no podemos mentirle a él”.

El día de nuestro segundo encuentro, comentó que había amanecido con el azúcar en 221 porque la tarde anterior no aguantó y comió casabe con cambur. Sin embargo, luce más entusiasmada que en el encuentro anterior. Explica que seguramente eso se debió a su habitual inconformidad con las fechas impares y a la plenitud que experimenta en las pares. Evita, a toda costa, viajar, por ejemplo, en los días impares, tres, cinco, siete y otros. Después del almuerzo tardío del sábado, suele demorar  mucho comiendo porque le gusta conversar, cambia sus sandalias de cuero por unas de goma y sale a alimentar a las gallinas, junto a la menor de sus nietas (Sarita).  

A lo largo del último año enfermó dos veces, probablemente en una de esas oportunidades tuvo Covid, la siguiente una infección urinaria. En una de esas dolencias, tuvo un sueño en el que aparecían sus familiares más cercanos y en el que veía su casa de Kamoirán en llamas. Escuchó “Todo se ha consumado” y se despertó. “Y para mí, lo que dije a los nueve años, todo se ha cumplido”. Desde entonces, piensa que el tiempo que le queda de vida es para cumplir una misión espiritual. En eso anda.